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Las elecciones convocadas en Venezuela por Maduro para la Asamblea Nacional Constituyente, y los problemas del aeropuerto del El Prat en plena temporada turística.
LA Venezuela de Maduro ha puesto un hito hacia la liquidación de la democracia con la celebración ayer de las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente que pretende anular el Parlamento, donde la oposición es mayoría, y cuyos resultados –a la hora de cerrar esta edición se había iniciado el recuento– es probable que arrojen una apabullante y falsa victoria del chavismo, tanto porque se trata de un ardid para otorgarle la máxima ventaja al Gobierno, como por el boicot de la oposición.
Pero este aparente triunfo del régimen que busca consolidar la presidencia de Maduro en un momento muy crítico para él no significa la garantía de su pervivencia en un país asolado por la pobreza –casi el 90% de su población, a pesar de la inmensa riqueza petrolera–, y por la incapacidad del chavismo después de 17 años en el poder de articular una sociedad democrática asentada en el respeto de los derechos individuales y colectivos. Estas elecciones constituyentes las convocó el régimen de Maduro para evitar el referéndum revocatorio que exigía constitucionalmente la oposición tras ganar las elecciones legislativas del 2015 con más del 56% de los votos. Una consulta vinculante que con toda probabilidad hubiera perdido el presidente.
Polarizada la sociedad en torno a un cada día más aislado Maduro –el chavismo ha dado muestras en los últimos meses de estar agrietándose– y a la oposición representada por Mesa de la Unidad Democrática (MUD), el país lleva cuatro meses colapsado por las masivas manifestaciones de protesta en la calle, reprimidas a sangre y fuego por la policía y por las fuerzas paramilitares, con el resultado de más de un centenar de muertos, mientras los medicamentos y los alimentos más básicos escasean, la corrupción enfanga el sistema y la inseguridad se enseñorea de la calle. Venezuela está muy cerca, si no lo es ya, de ser un Estado fallido. Todos los intentos de mediación, desde el Vaticano, La Habana o el del expresidente español Rodríguez Zapatero, han fracasado hasta ahora y, tras las elecciones de ayer, no asoma por el horizonte posibilidad alguna de un arreglo negociado entre las partes.
Devaluada la democracia por su uso perverso, con la tensión política y social al extremo, con un régimen cada día más aislado –la mayoría de países de la comunidad internacional no reconocerá los resultados–, la incertidumbre de lo inmediato es más que evidente. Lo primero será saber el futuro de aquellos sectores del chavismo –desde la fiscal general hasta algunos altos cargos del Gobierno– que se han mostrado críticos con la deriva antidemocrática de Maduro. Lo que es seguro es que la oposición, que no tendrá representación en la nueva Asamblea Constituyente, seguirá insistiendo en la celebración de unas elecciones presidenciales y en las masivas protestas en la calle, cuyo riesgo de radicalización es obviamente altísimo y más después de la aparición de oscuros militares salvapatrias.
En estas condiciones, por tanto, sólo una alta y continuada presión internacional sobre Maduro y su entorno más inmediato puede obligar al chavismo a retomar la posibilidad de una concertación política que evite la deriva actual que parece dirigirse hacia un conflicto de violencia generalizada. A pesar de los esfuerzos de la oposición más centrada en evitar caer en provocaciones, ayer fue asesinado a tiros en su casa un candidato chavista y al menos tres manifestantes murieron por disparos durante las protestas.