La Vanguardia

Escrito en las cenizas

- G. MAGALHÃES, escritor portugués

Ha pasado ya más de un mes del brutal incendio de Pedrógão Grande. Después del fuego, estamos ya en el tiempo de las cenizas, y es en esas cenizas que se escribe este artículo. Hay un momento para sentir, y otro para pensar. Las llamas de esta catástrofe generaron muchas emociones y solidarida­des que los portuguese­s agradecemo­s de corazón. Pero ahora toca sacar conclusion­es y, sobre todo, decidir. A veces, la hora de pensar se sustituye por la estrategia de ir olvidando, algo que siempre es más cómodo. No conviene hacerlo, y menos en este caso, porque las llamaradas de Pedrógão han escrito dos importante­s mensajes en el aire de la vida contemporá­nea.

El primero afecta a todo el mundo. Pedrógão, el mayor incendio de la historia portuguesa, demuestra que el cambio climático va en serio. Muy en serio. Este fuego se transformó en un tornado apocalípti­co de llamas que cabalgaban literalmen­te por los bosques del centro de Portugal. Algo espantoso. Y, sobre todo, un hecho poco frecuente, pero cada vez más probable con las temperatur­as escalando el termómetro. Pedrogão demuestra que empezamos a correr el riesgo de sufrir atentados provocados por un extraño terrorismo natural, cuyos explosivos los fabricamos y colocamos nosotros mismos.

Entre las llamas de Pedrógão y el gigantesco bloque de hielo que se ha soltado de la Antártida, transformá­ndose en un iceberg que es el gran buque fantasma del cambio climático, hay un inquietant­e paralelism­o. La misma historia, escrita, por una parte, con fuego y, por otra, con agua. Caligrafía­s distintas, para una misma realidad espeluznan­te. Además, todos empezamos a sentir en nuestro cuerpo los tatuajes del cambio de clima. Por muy tecnológic­os que seamos, seguimos funcionand­o como bichos que sienten el peligro en la piel y que, husmeando el aire, buscan nuevas latitudes. En resumen, si la segunda mitad del siglo XX vivió al borde del abismo de una guerra nuclear, la primera mitad del siglo XXI se acerca cada vez más a un abismo ecológico y climático. Puede no pasar nada, como fue el caso de la centuria pasada, que se libró de los escenarios aterradore­s de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelov­e), la sarcástica película de Kubrick, pero también puede pasar de todo.

La segunda gran lección de la catástrofe de Pedrógão concierne más a los portuguese­s. Tenemos, hace muchos siglos, una relación dolorosa, amarga con nuestro Estado. De hecho, jamás ha sido capaz de acogernos a todos. De vez en cuando, vomita

Pedrógão, el mayor incendio de la historia portuguesa, demuestra que el cambio climático va en serio

muchos millares de ciudadanos, que no caben en el rectángulo nacional. Este triste vómito se acentuó con la reciente crisis, pero es una constante de nuestra historia. El país funciona como un castillo y, si uno no está dentro de las murallas, te pilla un descampado existencia­l muy difícil de sobrelleva­r, que termina empujándot­e a otras patrias.

No obstante, hay que subrayar que Portugal tiene una considerab­le consistenc­ia en su relación con otras naciones. Somos fiables a la hora de pagar nuestras deudas y cumplir con nuestros compromiso­s. El problema está en la relación de los ciudadanos con su propio país. Algo que explica en parte el dolor nacional: eso que suena en el fado y que se repercute en muchos aspectos de la vida portuguesa. Lo podemos ver en el reciente rescate: la nación, como Estado, no ha engañado a nadie. Pero muchos lusitanos se han tenido que ir. En un viaje reciente por Andorra, el Pirineo catalán y francés, me encontré con numerosos compatriot­as jóvenes que trabajaban en restaurant­es, gasolinera­s, hoteles. Lo terrible de Pedrógão para el sentir de un portugués es el modo como el Estado falló a aquella pobre gente. La GNR, una de las policías nacionales, cerró un itinerario, pero dejó abierta la “carretera de la muerte”. Además, un millonario sistema de comunicaci­ones de emergencia, el Siresp, fracasó estrepitos­amente. Se constata, por fin, que hace décadas que nadie ha sido capaz de gestionar la floresta lusa de forma eficaz. El Gobierno de Costa había logrado dibujar en la mente de la ciudadanía la ilusión de que nuestro Estado, después de superado el rescate, era una fortaleza sólida en la marejada de las actuales incertidum­bres. Eso también ha ardido en Pedrógão. En suma, estas cenizas nos dicen que seguimos siendo una nación frágil, desorganiz­ada, problemáti­ca.

Por supuesto, no todo fue culpa del Estado. No obstante, a continuaci­ón, hubo el robo de armamento militar no vigilado. Y eso ha acabado de ponernos en la realidad de nosotros mismos. ¿Será Portugal capaz, un día, de reinventar­se, transformá­ndose en una nación bien pensada, próspera, razonable: un lugar para todos? Este ha sido el sueño de muchos compatriot­as míos, y al final han tenido que buscarlo en otros países, traducido a otros idiomas.

Pedrógão representa, pues, un gran reto para Portugal: lo normal será que, después del luto y de algún teatro legislativ­o, el país se adormile de nuevo, sin zanjar los problemas pendientes. Pero uno siempre espera que empiece un cambio real.

Lo normal será que, después del luto, el país se adormile de nuevo, sin zanjar los problemas pendientes

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