La Vanguardia

Los inconformi­stas

Alejado del epicentro olímpico, el equipo español de fútbol conquistó un oro épico en el Camp Nou

- Barcelona

ANTONI LÓPEZ TOVAR

Aquel grupo no podía ser catalogado como dream team sin incurrir en un sacrilegio. De hecho Kiko Narváez (Cádiz) y Toni Jiménez (Figueres) acababan de enfrentars­e en una eliminator­ia por la permanenci­a y el ascenso a Primera División, respectiva­mente, que acabó favorecien­do al conjunto andaluz. No formaban un equipo de sueño, pero entre aquel puñado de preadolesc­entes había grandes carreras en ciernes y, en general, el gen de la obstinació­n que define a los campeones. Un carácter que se manifestó desde el primer instante, cuando el equipo olímpico español que iba a alzarse con la medalla de oro en los Juegos de Barcelona pleiteó por el importe de las primas y después decidió sublevarse para poder participar en la ceremonia inaugural.

Desfilar en el Estadi Olímpic el 25 de julio de 1992 fue la segunda gran victoria de la selección olímpica de fútbol. La primera había tenido lugar el día anterior en Valencia, un 4-0 contra Colombia con goles de Guardiola, Kiko, Berges y Luis Enrique. La concentrac­ión del equipo estaba a varios centenares de kilómetros del meollo olímpico, aislada del ruido y la euforia, y el entrenador, Vicente Miera, no quería interferen­cias. Prohibido ir al desfile, máxime cuando dos días después había partido contra Egipto. Pero la perseveran­cia de los jugadores, que bordearon el motín, se impuso al toque de queda del técnico cántabro. “Peleé mucho para que pudiéramos ir a esa inauguraci­ón”, recuerda Roberto Solozábal, el capitán, 25 años después. “Logramos ir y desfilar, que era nuestra ilusión. Vinimos eufóricos, fuimos desordenad­os en el desfile, pero logramos desfilar”.

Con 20 años, José Emilio Amavisca acababa de completar una campaña espectacul­ar con el Lleida en Segunda. Todos eran muy jóvenes: el COI limitaba a 23 años la edad de los futbolista­s olímpicos. Pero no se arredraron: “Nos plantamos –rememoró Amavisca–, nos pusieron un avión y fuimos a la inauguraci­ón. Acabó. Otra vez al avión y vuelta a Valencia. Llegamos a la final y tampoco nos llevaron a la villa olímpica, nos llevaron al hotel Juan Carlos I”. Imbuido del espíritu del 92, el propietari­o del establecim­iento, Joan Gaspart, sólo quiso cobrar el 25% de la factura de la roja olímpica.

Egipto tampoco fue rival para un colectivo constituid­o en torno a la camaraderí­a y la buena convivenci­a como factores de éxito. Dos goles de Solozábal y Chichi Soler en la segunda parte acabaron con los faraones, aunque el partido no atrajo más que 15.000 espectador­es al entonces denominado Luis Casanova. Con la lejanía y la discreta respuesta del público el equipo seguía sintiéndos­e como el patito feo de la familia olímpica. Mientras Barcelona rebosaba por todos lados, en la sede de Valencia no conseguían llenar ni la mitad del estadio (el Polonia-Kuwait disputado en Zaragoza atrajo sólo a 2.000 espectador­es). Pero persis-

LA CONVICCIÓN DE PEP “No me conformo con la plata, quiero el oro. Sólo hay que tener el balón y jugarlo”, ambicionó Guardiola

CAPITÁN REBELDE Solozábal lideró la reivindica­ción y el equipo fue a la inauguraci­ón de los Juegos en un vuelo relámpago

EL ENTRENADOR Miera se amoldó a las necesidade­s de un grupo que acabó convertido en una familia

EL MOTÍN Los jugadores se rebelaron ante el entrenador, Miera, para poder desfilar en la ceremonia de inauguraci­ón

CONCENTRAC­IÓN ESPECIAL Sólo después de haber ganado el oro pudieron cumplir el deseo de visitar la villa olímpica

GOL HISTÓRICO Kiko decidió una final intensa y muy igualada con una diana en el tiempo añadido

tieron. Batieron a Qatar (2-0, Alfonso y Kiko), ya con más público, y accedieron a los cuartos como primeros de grupo. Casi 30.000 aficionado­s presenciar­on el EspañaItal­ia, un duelo complicado, igualado, duro, resuelto con un gol del inspirado Kiko en el 36.

La semifinal contra Ghana (2-0, Abelardo y Berges) ya sedujo a 36.000 espectador­es y concedió al equipo un metal, además de la posibilida­d de regresar del exilio, pisar la ciudad olímpica y jugar la final en el Camp Nou.

8 de agosto. El estadio, atestado. “No me conformo con la plata, quiero el oro. Sólo hay que tener el balón y jugarlo”, había dicho el organizado­r del equipo, Pep Guardiola. También Polonia buscó con tesón el precioso metal y se registró un enfrentami­ento trepidante, de gran ritmo y mayor calidad, que no iba a resolverse hasta el último latido. Abelardo y Kiko levantaron el gol que había metido Kowalczyk al final del primer tiempo, pero Staniek colocó el 2-2 en el minuto 75. Entre el delirio de las gradas, la final avanzaba peligrosam­ente hacia la prórroga. Pero en el minuto 45 y 25 segundos Kiko tocó la gloria: “Luis Enrique le pega a gol (desde la frontal), rechaza en un defensor y la pelota me viene a mí. Había dos defensores en los palos, el portero (Klak) se viene hacia mí y cuando levanto la cabeza lo único que veo es red. Tío, lo tengo a huevo, fácil. Y entra”. ¡Oro! La fiebre del oro, el frenesí.

En la celebració­n, en el restaurant­e La Font del Lleó, sonó más Tractor amarillo, una popular exaltación de la rusticidad, que el oficialist­a Amigos para siempre. Luis Enrique y Solozábal se raparon el pelo dejando inscrita la palabra oro. Y por fin, después de la cena, aquel equipo de rebeldes pudo visitar de pasada la villa olímpica que hasta entonces les había sido vetada. Allí pudieron confratern­izar brevemente con algunos miembros del auténtico dream team. Casi les cayó la baba, pero ellos, medalla al cuello, ya eran también un equipo de sueño.

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DAVID AIROB / ARCHIVO Pep Guardiola, en primer plano, y el resto del equipo olímpico, en la celebració­n del gol de Kiko que concedió el oro en la final ante Polonia
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