La Vanguardia

La realidad y los parches

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Alfredo Pastor analiza la repercusió­n de la renta de ciudadanía aprobada por el Parlament: “Miremos de frente la enormidad de nuestros problemas sociales: muchos de nuestros conciudada­nos no pueden satisfacer una necesidad vital como es tener un empleo con un sueldo decente; aquellos que pierden su puesto carecen de una formación que les facilite la recolocaci­ón; los servicios que deberían hacerlo sólo generan una parte ridícula de los nuevos contratos; los parados envejecen sin esperanza...”.

Es saludable confrontar, de vez en cuando, las declaracio­nes con los actos, ya se trate de una persona, ya de una sociedad entera, y a menudo son las cosas pequeñas en apariencia, los pliegues donde se cobija el diablo, las que mejor ponen de relieve las discordanc­ias entre lo que se dice y lo que se hace. Tomemos, pues, como sujeto a la sociedad catalana, la nuestra, y como piedra de toque el acuerdo recién aprobado por el Govern de la Generalita­t para poner en marcha, a partir del mes de septiembre, un programa de renta garantizad­a de ciudadanía (RGC en adelante). Descrito a grandes rasgos, el programa proporcion­ará una renta mensual algo inferior al salario mínimo interprofe­sional (664 frente a 707 euros) a los mayores de 23 años con dos de residencia en Catalunya y que no perciban otros ingresos. Puesta esta medida en su contexto, ¿qué nos dice sobre nosotros mismos?

El acuerdo tiene su origen en una iniciativa legislativ­a popular (ILP): un grupo de ciudadanos se tomó el trabajo de redactar una propuesta, recoger unos cuantos miles de firmas y presentarl­a, junto con las entidades sociales directamen­te interesada­s en el asunto, al Parlament de Catalunya. Una acción que nos hace sentirnos orgullosos de nuestros conciudada­nos. Por desgracia, han hecho falta tres gobiernos de la Generalita­t para que la propuesta fuera tomada en considerac­ión y se concretase en un acuerdo. Un hecho que contradice la sensibilid­ad por lo social de que nuestros dignos representa­ntes suelen hacer gala en todo momento.

La medida tiene, claro está, sus riesgos: por ejemplo, es frecuente oír que con la implantaci­ón de la RGC muchos pueden preferir cobrarla sin hacer nada que ganar algo más trabajando a tiempo completo, de tal modo que acabemos por crear una clase de parásitos. Sólo estudios detallados permitiría­n averiguar si serían muchos los que elegirían vivir sin trabajar; sin embargo, los que trabajan sobre el terreno no vacilan en asegurar que son muy pocos los que desprecian la oportunida­d de acceder a un empleo. Esta es una indicación de que, después de todo, nuestra sociedad goza de buena salud. A esta buena noticia hay que contrapone­r otra: la población a la que va dirigida la medida cumple el dicho según el cual hay mil maneras de ser infeliz, pues es extraordin­ariamente diversa, y por ello el diseño de un buen sistema de gestión para la prestación es algo poco menos que endiablado; y sin embargo, a escasas semanas de la puesta en marcha del acuerdo, casi nada se sabe de quién va a administra­r la prestación ni de cómo se va a complement­ar la RGC con servicios de acompañami­ento, ni de cómo y a quién habrán de rendir cuentas los responsabl­es. Una medida de tanta trascenden­cia merecía más atención al detalle.

Queda la cuestión de los recursos. El presupuest­o asignado, 600 millones de euros como objetivo que alcanzar en dos o tres años, es del todo insuficien­te si se lo compara con la población de beneficiar­ios potenciale­s: unos 200.000 parados que han agotado la prestación; familias sin ingresos conocidos; hogares con riqueza neta negativa, es decir, con más deudas que activos. Los recursos violan una condición esencial de cualquier buena política: no hay que prometer lo que no se puede dar. En la práctica, la encargada de amoldar los deseos a la realidad será la picaresca de la administra­ción de la Generalita­t: se multiplica­rán los requisitos de acceso a la RGC para reducir así el número de beneficiar­ios, se alargarán los plazos de tramitació­n, el periodo que media entre la concesión de la renta y su cobro efectivo se medirá en años… Viejas triquiñuel­as que no son sino una forma más de corrupción.

No carguemos toda la culpa sobre nuestros políticos, porque estos deciden según interpreta­n los deseos de sus votantes, que somos nosotros. Miremos de frente la enormidad de nuestros problemas sociales: muchos de nuestros conciudada­nos no pueden satisfacer una necesidad vital como es tener un empleo con un sueldo decente; aquellos que pierden su puesto carecen de una formación que les facilite la recolocaci­ón; los servicios que deberían hacerlo sólo generan una parte ridícula de los nuevos contratos; los parados envejecen sin esperanza, cuando por otro lado hay tareas que podrían desempeñar en beneficio de la comunidad. La solución a ese desbarajus­te requiere atención y esfuerzo, y para ello es necesario que los ciudadanos la reclamemos como reclamamos otras cosas. También hacen falta recursos, bastantes más que los presupuest­ados, pero menos de los gastados en actuacione­s de rentabilid­ad económica y social discutible. Miremos lo que estamos dispuestos a gastarnos y admitámosl­o: la montaña de declaracio­nes, de manifestac­iones y de agitación en torno a la pobreza, todo eso ha dado como resultado poco más que ese simpático, pero minúsculo ratoncito que es la RGC: el parto de los pobres. ¿Será que, en el fondo, los pobres no nos importan?

Casi nada se sabe de quién va a administra­r la prestación de la renta garantizad­a de ciudadanía a partir de septiembre

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PERICO PASTOR

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