Octubre del 2017
Juan-José López Burniol rememora la revolución rusa y establece un paralelismo con la actualidad: “Hace unos días, se ha dicho en sede parlamentaria que ‘este país necesita menos palabras y más revoluciones’, ya que ‘si la legislación vigente no acepta la autodeterminación de los pueblos se debe cambiar y, si no, desbordar’. ‘No nos da miedo decirlo’. Son, sin duda, unas palabras muy serias. Dignas de no ser olvidadas. Definen a la perfección la ideología y el talante de quien las dice. Son, de hecho, una amenaza en toda regla”.
Este año se cumplen cien del triunfo de la revolución rusa. Con tal motivo he recuperado un libro de Manuel Chaves Nogales leído hace ya tiempo: El maestro Juan Martínez que estaba allí, en el que el gran periodista sevillano da forma a los recuerdos de Juan Martínez, un bailarín de flamenco al que Chaves conoció en París y que le contó su experiencia directa de la revolución bolchevique y sus dramáticas andanzas –acompañado de Sole, su mujer– por la Rusia de Nicolás II, de Kerenski y de Lenin. El texto lo publicó la revista Estampa –mediante veinticuatro entregas– en 1934, año cargado en España de fuerte tensión política.
Juan Martínez era todo lo flamenco que puede llegar a ser un natural de Burgos, aunque otras fuentes lo hacen cartagenero. Chaves lo describe con aires de “granujilla madrileño y castizo, con arrequives de pillo de playa andaluz, pero muy mirado, de una peculiar hombría de bien y una moral casuística complicadísima”. Dice MaríaIsabel Cintas que hablaba en una lengua imposible, mezcla de diversas procedencias, y había recorrido medio mundo en exitosas tournées en las que tenía no poco mérito su pareja Sole, “una moza de pueblo alegre y bonita como una onza de oro”, según Chaves. Ahora bien, “el bailarín Martínez –añade Chaves– no es marxista ni antimarxista; lo ignora todo, y habla de la revolución tal como la ha visto; tal como la ha vivido. (…) Dice claramente a los españoles cómo es una revolución social”, los males que acarrea, cómo fue la revolución rusa y cómo trastornó la vida de cien millones de rusos.
Lo que Chaves pretendió con esta obra fue advertir a los españoles de 1934 obnubilados por el sueño revolucionario, que la revolución rusa y la posterior guerra civil fueron un enfrentamiento fratricida en el que no se salva nadie. Ambos bandos fueron crueles, sanguinarios y sectarios. Ni los zaristas tenían razón ni la tenían los bolcheviques: “asesinos blancos y asesinos rojos, todos asesinos”. La gente corriente fue la auténtica víctima de esta revolución, como lo ha sido siempre –y lo será– de todas las revoluciones. Este es el mensaje de fondo que se extrae de la narración de Juan Martínez, que comienza el 26 de junio de 1914, cuarenta días antes de iniciarse la Guerra Europea, cuando Los Martínez, pareja artística, salieron de París para emprender una gira por Oriente, que comenzaba en Turquía, seguía por Bulgaria y Rumanía y terminaba en Rusia. En Moscú bailaron ante los zares en una de sus últimas veladas, pero pronto quedaron atrapados en los vaivenes de la revolución y posterior guerra civil. Viajaron de Odessa a Leningrado, con altos en Kíev, Minsk, Gomel y Moscú. Martínez se las ingenió para salir del mal trance y sobrevivir “fent tots els papers de l’auca”, lo que no le salvó de sufrir toda clase de carencias, violencias y vejaciones. Su detallada narración del toma y daca que tuvo lugar en Kíev entre blancos y bolcheviques, con la esporádica irrupción de los petulantes polacos (los más odiosos de todos, según Martínez), no ahorra detalles de la vesania de unos y otros, a los que Martínez iguala en cerrilismo y maldad, si bien destaca que “todos aquellos horrores producidos por la crueldad humana fueron palideciendo ante el magno azote del hambre”. Denuncia con detalle cómo la demencial burocracia bolchevique generó pronto “una verdadera cuadrilla de saboteadores y ladrones”. Su conclusión es lapidaria: “Los rojos se impusieron por el terror desde el primer momento, implantando el comunismo de guerra con una ferocidad sin límites”.
Esta visión que Chaves ofreció de la revolución rusa –¡en 1934!, es decir, antes de la revolución de Asturias– tuvo que sorprender a muchos y molestar a otros tantos, en especial al sector más levantisco de la izquierda española, habida cuenta del indiscutible pedigrí liberal y progresista del sevillano. Pero Chaves no fue tibio: dejó clara constancia de su oposición a los excesos revolucionarios, que nunca revierten en provecho del pueblo al que dicen servir y en cuyo nombre se cometen las más abyectas atrocidades. Esto le diferencia para bien de los intelectuales “comprensivos” con el desafuero bolchevique, como Gide, H.G. Wells, Koestler, Fernando de los Ríos y Ramón J. Sender. No es extraño que Andrés Trapiello haya visto en este libro de Chaves un antecedente de su obra A sangre y fuego, en la que proclama su ruptura con los dos bandos enfrentados en la guerra civil española. Hace unos días, se ha dicho en sede parlamentaria que “este país necesita menos palabras y más revoluciones”, ya que “si la legislación vigente no acepta la autodeterminación de los pueblos se debe cambiar y, si no, desbordar. No nos da miedo decirlo”. Son, sin duda, unas palabras muy serias. Dignas de no ser olvidadas. Definen a la perfección la ideología y el talante de quien las dice. Son, de hecho, una amenaza en toda regla. ¿Qué haría o diría Juan Martínez, si estuviese vivo y las oyera? Seguro que no diría nada; cogería sus bártulos y se iría con la música a otra parte. ¡Y olé!
La visión que Chaves ofreció de la revolución rusa en 1934 tuvo que sorprender a muchos y molestar a otros tantos