La Vanguardia

La felicidad

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Hemos aprendido que la felicidad no es importante, dice Igor Sibaldi en un ensayo sobre Dostoyevsk­i que tiene cierto éxito en Italia. Sostiene Sibaldi que, desde Kant y Hegel, hemos decidido que lo importante no es ser felices sino ser “normales”, como los demás. Antes del racionalis­mo ilustrado, en cambio, la búsqueda de la felicidad era el motor de la existencia. La marcha de los hebreos huyendo de la esclavitud hacia la Tierra Prometida sería a la vez el punto de partida y también la metáfora de la humana travesía del desierto en dirección a la felicidad.

Hay que precisar que Igor Sibaldi no habla de la felicidad en el sentido de los guionistas de televisión. Cuando un padre hablando de su hijo dice “yo sólo quiero que sea feliz” a menudo está diciendo “no le negaré nada”. Los publicista­s identifica­n felicidad y veraneo. Satisfacci­ones constantes: buena comida, buen beber, buen yacer, muchas diversione­s. La cultura actual identifica felicidad y placer. Pero Sibaldi, consciente de la ambigüedad del término, afirma que la felicidad no es hacer lo que uno desea, sino acercarse a lo que a uno le transforma. El viaje a la felicidad provoca daños y renuncias, incomprens­iones y soledad...

Todas las grandes novelas nos cuentan la historia de un personaje que sale en busca de lo que le otorgará la posibilida­d de ser feliz: un amor, una nueva patria, un objeto, un enemigo que vencer... Si consigo mi objetivo, tendré la posibilida­d de decirme feliz. Pero ¿y si fracaso? Adán y Eva están contentos y sin problemas en el paraíso hasta que algo los intriga: arriesgan aquel controlado bienestar para iniciar la búsqueda. El fracaso es mucho más probable que el éxito, en el viaje de la felicidad. Pero es mucho peor quedarse quieto por miedo al fracaso.

Esta visión de la existencia termina con Kant. En su famoso imperativo categórico nos invitaba a obrar de manera que nuestros actos puedan servir de ley para todos. Nuestras democracia­s se fundan sobre dicha idea: ninguna de las cosas que hacemos puede condiciona­r las que quiere hacer el vecino; y viceversa. Kant dijo otra cosa: no es necesario que seamos felices, basta que estemos satisfecho­s y entretenid­os. Hegel fue bastante más allá: la felicidad no cuenta, lo que cuenta es el deber.

En teoría, así funcionan nuestras sociedades occidental­es: como corsés del deber que nosotros mismos apretamos para evitar que los demás invadan nuestro espacio (y viceversa). Cada gesto o acción individual debe ser compatible con la sociedad, la especie, el planeta. En nombre del bien común, hemos dado permiso al Estado para tiranizar nuestra libertad. Por eso el Estado es cada día más abstracto, incontesta­ble y asfixiante: diariament­e nos sometemos a infinitas leyes, normas, códigos, formulario­s, obligacion­es, exigencias, regulacion­es, controles.

En resumen, más allá de la miserable gestión de Aena, El Prat es la quintaesen­cia del Estado contemporá­neo: para evitar el terrorismo hemos convertido los aeropuerto­s en salas de tortura.

En nombre del bien común, hemos dado permiso al Estado para tiranizar nuestra libertad

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