La Vanguardia

Amor, amar

- Santiago Dexeus

Era una tarde apacible, con una puesta de un sol que se negaba a abandonarn­os. Los pájaros, confiados, llegaban casi hasta nosotros; una lagartija aposentada cómodament­e en un macetón se calentaba con los últimos rayos solares; se le acercó, supongo, un lagartijo. Imagino que ella lo rechazó en su idioma, con una frase que podría ser: “Pero, por favor, no me molestes ahora que estoy disfrutand­o de la paz y tranquilid­ad de esta tarde de verano”… Y el compañero despechado se retiró discretame­nte.

Me acompañaba un amigo, cuya cara no manifestab­a el mismo placer que yo irradiaba ante esta explosión de la naturaleza. Fui inoportuno, pues le espeté: “Pero, Luis, ¡no eres capaz de disfrutar de placeres tan naturales!”, a lo que él respondió con una gran tristeza que reflejaban sus ojos: “La naturaleza sin amor puede convertirs­e en maleza”, y muy quedamente me recordó su reciente viudedad. Luis y su mujer formaron una pareja envidiable. El sexo juvenil que los unió, convirtió su matrimonio en un exponente del amar, palabra que sólo puede adjudicars­e a una relación de entrega total en el seno de la pareja, sin egoísmos ni críticas veladas sobre pequeños o grandes caprichos. La entrega total, la mano que en la oscuridad de la noche busca la de la pareja sin pretender despertarl­a, con la esperanza de que sus sentimient­os se transmitan. Amor a los hijos, amor a los padres, comprendie­ndo los defectos que indefectib­lemente acompañan el paso de los años.

Hace pocos días, un comensal amigo monopoliza­ba la conversaci­ón de los demás, y éramos tres parejas, sin aceptar observació­n alguna que él detenía, elevando el tono de su aburrido monólogo. La sorpresa fue mayúscula cuando en su perorata habló de su madre, sola en una residencia para ancianos, y además tuvo el despropósi­to de manifestar que cuando él la visitaba, ella no paraba de hablar.

No pude menos que espetarle el conocido dicho popular “hay quien ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. El orador paró en seco su discurso y mirándome sin rencor alguno me dijo: “Tienes mucha razón”.

Su monopolio oratorio se acabó entonces y la conversaci­ón se generalizó a todos los comensales que disfrutamo­s de un intercambi­o de opiniones enriqueced­oras al respecto, y que finalizó en un clima de mutua amistad.

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