Amor, amar
Era una tarde apacible, con una puesta de un sol que se negaba a abandonarnos. Los pájaros, confiados, llegaban casi hasta nosotros; una lagartija aposentada cómodamente en un macetón se calentaba con los últimos rayos solares; se le acercó, supongo, un lagartijo. Imagino que ella lo rechazó en su idioma, con una frase que podría ser: “Pero, por favor, no me molestes ahora que estoy disfrutando de la paz y tranquilidad de esta tarde de verano”… Y el compañero despechado se retiró discretamente.
Me acompañaba un amigo, cuya cara no manifestaba el mismo placer que yo irradiaba ante esta explosión de la naturaleza. Fui inoportuno, pues le espeté: “Pero, Luis, ¡no eres capaz de disfrutar de placeres tan naturales!”, a lo que él respondió con una gran tristeza que reflejaban sus ojos: “La naturaleza sin amor puede convertirse en maleza”, y muy quedamente me recordó su reciente viudedad. Luis y su mujer formaron una pareja envidiable. El sexo juvenil que los unió, convirtió su matrimonio en un exponente del amar, palabra que sólo puede adjudicarse a una relación de entrega total en el seno de la pareja, sin egoísmos ni críticas veladas sobre pequeños o grandes caprichos. La entrega total, la mano que en la oscuridad de la noche busca la de la pareja sin pretender despertarla, con la esperanza de que sus sentimientos se transmitan. Amor a los hijos, amor a los padres, comprendiendo los defectos que indefectiblemente acompañan el paso de los años.
Hace pocos días, un comensal amigo monopolizaba la conversación de los demás, y éramos tres parejas, sin aceptar observación alguna que él detenía, elevando el tono de su aburrido monólogo. La sorpresa fue mayúscula cuando en su perorata habló de su madre, sola en una residencia para ancianos, y además tuvo el despropósito de manifestar que cuando él la visitaba, ella no paraba de hablar.
No pude menos que espetarle el conocido dicho popular “hay quien ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. El orador paró en seco su discurso y mirándome sin rencor alguno me dijo: “Tienes mucha razón”.
Su monopolio oratorio se acabó entonces y la conversación se generalizó a todos los comensales que disfrutamos de un intercambio de opiniones enriquecedoras al respecto, y que finalizó en un clima de mutua amistad.