El pobre capitán del Danubio
Si un hablante nativo de alemán decide ponerse estupendo, puede en teoría alargar una palabra hasta el infinito, o casi. Basta con ir anteponiendo conceptos por delante del vocablo básico. Así ocurrió en 1999 cuando el Parlamento regional de Mecklemburgo-Antepomerania acuñó la que durante años fue la palabra más larga en alemán del libro Guinness de récords: Rindfleischetikettierungsüberwachungsaufgabenübertragungsgesetz. En total, 63 letras. Traducción: ley de delegación de las tareas de control del etiquetaje de la carne de vacuno. La cosa resultaba tan tremenda incluso para el avezado aparato fonador teutón que solía citarse por su abreviatura: RkReÜAÜG. La palabra completa ni llegó a figurar en el diccionario estándar Duden, que escoge nuevas entradas según su frecuencia de uso. Y feneció en el 2013, al ser derogada la ley por el Parlamento de Meck-Pomm (ya ven, los nombres de algunos länder son tan largos que también hay que abreviarlos). El escritor estadounidense Mark Twain (1835-1910), una mente ingeniosa que se pasó media vida estudiando alemán con una mezcla de denuedo y resignación, escribió con irónico desmayo: “Algunas palabras alemanas son tan largas que tienen perspectiva”. Cuánta razón. Esa pulsión germana por el ensamblaje requiere amplitud de horizontes y mirada de águila. Y fervor por la ortografía: la inicial de los sustantivos se escribe en mayúscula, y a un alemán se le abren las carnes si la ve en minúscula, sea cual sea su longitud. En ese sentido, mi palabra larga alemana preferida es
Donaudampfschifffahrtsgesellschaftskapitän, es decir, capitán de la compañía de viajes en barco de vapor del Danubio: 42 letras. Posee hondura humana. Incluso generó una canción, en la que el pobre capitán no recibía nunca cartas cariñosas de posibles novias, horrorizadas ante la perspectiva de tener que escribir su kilométrico cargo en el sobre. Se trata aquí de otra visión de la perspectiva, si se me permite retorcer el argumento de Twain. El vocablo también propició juegos de “alárguelo un poco más, a ver si puede”, con resultados como Donaudampfschifffahrtsgesellschaftskapitänswitwe (viuda
del capitán de etcétera etcétera, 48 letras) o Donaudampfschifffahrtsgesellschaftskapitänsmütze (sombrero del capitán bla-bla-bla, también 48 letras).
Hablar otro idioma conlleva ponerse en el cerebro de otra gente que, movida por claros deseos de fastidiar, decidió siglos atrás que verbalizaría sus pensamientos con una lógica distinta a la nuestra. Para los hablantes de lenguas latinas, y también para los anglófonos –nótese la desesperación de Twain; el inglés está muy latinizado–, asomarse a la lengua de Goethe implica adentrarse en un esquema mental adverso, en el que lo complementario va delante (vacuno, Danubio) y lo básico se reserva para el final (ley, capitán). Con los verbos, lo mismo. A oídos de un alemán, los españoles hablamos todos a la vez. Los alemanes no pueden permitírselo; hay que esperar a que el otro acabe la frase para pillar por dónde van los tiros.
“Algunas palabras alemanas son tan largas que tienen perspectiva”, decía Mark Twain con irónico desmayo; cuánta razón