La Vanguardia

El botijo y el apellido

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Mi abuelo me fulminó: “No, tiene que quedar para los Saura; el botijo será para uno de tus hermanos”

Por culpa del feminismo mi hija lleva el apellido de su padre.

Un amigo periodista dice que detrás de cada historia hay una herida. “Búscala y tendrás el reportaje”. Esta historia arranca a mis nueve o diez años, en la sala de estar de mi abuelo, nacido en 1903. Me gustaba acariciarl­e los dedos de yemas gastadas, llenarme las narinas con su colonia y, sobre todo, fantasear con sus historias. Luchó en la guerra, escapó a nado de un campo de concentrac­ión, estuvo preso... Todo muy novelesco.

Aquel día me contaba como sus padres habían llegado a Barcelona desde Mosqueruel­a, un pueblo de Teruel, con todas sus pertenenci­as en una pequeña maleta. Uno de los pocos objetos que conservaba­n era un botijo, sin más valor que el sentimenta­l. Ahí estaba, en un estante bajo. Feo y viejo. Pero a mí se me encendió la mirada. –Abuelo, ¿ me lo podré quedar yo? Me fulminó: “No. Tiene que quedar para los Saura. Será para uno de tus hermanos”.

La herida: era la primera vez que alguien me hacía sentir que ser niña era peor, que había una jerarquía y a mí me había tocado el segundo sexo. Muchas recordamos un momento definitori­o en que el sentimient­o de injusticia nos revolvió, el primer relámpago feminista. Una amiga centenaria lo tuvo a los tres años, en plena gripe de 1918, cuando estando con sus padres los tres enfermos en casa reparó en que la única que se levantaba a preparar tilas era la madre.

Mi tila fue el botijo. Ese día decidí que mis hijos llevarían mi apellido. No recuerdo si se lo anuncié a mi abuelo, de hecho ni siquiera sé qué ha sido de ese botijo. Ni mi padre ni mi tía saben de qué demonios les estoy hablando, así que desde luego no era un tesoro familiar como yo interpreté o como mi memoria ha querido almacenar.

Como lucha feminista, la del apellido es una de las más desdeñadas. Aunque en España se puede elegir el orden desde 1999, pocos rompen con la tradición. El 2016, en menos del 1% de nacimiento­s. “Me gusta más el suyo”, “ni me lo planteé” y, sobre todo, “eso es una tontería, hay cosas mucho más importante­s por las que luchar”, razonan mis amigas. Intuyo que suele haber otra razón soterrada: los hombres se lo toman como una afrenta.

Yo también querría acabar con la brecha salarial y la violencia o que la conciliaci­ón familiar dejase de abordarse como un tema femenino, como si las mujeres nos reprodujés­emos por esporas. Pero los combates en la esfera simbólica, como el apellido, no me parecen nimios.

Por culpa del feminismo –es sólo la lucha por la igualdad– decidí que lo justo era tirar una moneda al aire. Los dos temíamos perder porque pasó el embarazo sin sorteo. Apuramos hasta el final: la niña tenía ya un día y en la clínica nos habían preguntado dos veces por el apellido.

Ganó él. Se fue al registro. Y yo me quedé mirando mi cuerpo entumecido, pensando en el botijo y maldiciend­o el feminismo. ¡Con lo fácil que hubiese sido echar mano del viejo chantaje emocional y buscar su compasión!

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