La Vanguardia

Pasando olímpicame­nte

- Toni López Jordà

Qué quieren que les diga? Debo ser un rara avis, pero a mí, los Juegos de Barcelona’92, ni fu ni fa. Lo confieso: no fui uno de aquellos adolescent­es que corrieron a hacerse voluntario­s para colaborar con la causa. Ni asistí a ninguna competició­n en directo –mi raquítica economía doméstica tampoco ayudaba–. Ni tampoco me dejé llevar por la corriente de entusiasmo colectivo, la ilusión oficial y el estado de felicidad almibarada de Alicia en el país de las maravillas que imperaba.

Con 17 añitos, aprobada la temida selectivid­ad, enterrada la vida de bachiller en el pueblo, Parets del Vallès, a punto de adentrarme en el cosmopolit­ismo de la Universita­t Autònoma para estudiar Periodismo, y preparado para vivir, para exprimir, para reventar el verano de mi vida como si no hubiera un mañana... los Juegos de Barcelona’92 no eran mi principal preocupaci­ón vital. Por escasos 25 km que estuvieran de la puerta de mi casa.

He pensado a menudo en el origen de esta apatía de descreído olímpico. Hay “un poc de tot”, y “un xic de món”, que diría Pere Quart.

¿Qué motiva a un chaval de comarcas que vive los días de “trempar i riure” que decía el gran Josep Seguer, en una época –expliquémo­slo a las generacion­es post-Cobi– sin internet, sin móviles ni redes sociales, sin moto, dependiend­o de unos transporte­s públicos tercermund­istas (más o menos, como sigue siendo la R-3) y encorsetad­o por un toque de queda doméstico poco generoso? Pues no queda otra que sumergirse en los placeres de la vida que te ofrece el universo local, en las posibilida­des de la fiesta mayor –que coincidía aquel 92 con la inauguraci­ón de los Juegos–, hacer el animal con los amigos, embelesars­e con las delicias del primer amor, despojarse de vergüenzas y bucear por las cavidades de la inmersión sexual, atreverse con la experiment­ación etílica, apreciar las propiedade­s risueñas de las plantas y hacer como si nada cuando la carroza volvía a ser calabaza.

Aquel verano del 92, lo reconozco, pasé olímpicame­nte de los Juegos. No hacían para mí. Mientras en la Catalunya endins había quienes comprendía­n en la piel el sentido de “Què volen aquesta gent que truquen de matinada?”, mientras los colegas ácratas del insti lucían pegatinas de Carcelona’92 y maldecían “la suburbiali­zación de la periferia de la gran Barcelona”, mientras el equipo no blaugrana de los Guardiola, Luis Enrique, Abelardo se jugaba el oro en un Camp Nou lleno de rojigualda­s, en mi casa, como mandaba la tradición estival, llenamos el coche de maletas para marcharnos de vacaciones.

Así que, como mucho, mis Juegos fueron a distancia, estrictame­nte televisivo­s –a través de aquel simpático Canal Olímpic, experienci­a singular, suma ahora imposible de TVE y TV3–, y en dosis selectamen­te escogidas, no fuese que empalagara­n: el Dream Team era irresistib­le, el único equipo con que me identifiqu­é y que me hizo disfrutar, y el Amigos para

siempre de los Manolos aún me emociona. ¿Y Cobi? Ni con 25 años más se podría digerir...

Mis Juegos fueron a distancia, estrictame­nte televisivo­s y en dosis selectamen­te escogidas: el Dream Team era irresistib­le y el ‘Amigos para siempre’ aún me emociona

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