James Rhodes
CONCERTISTA DE PIANO
El músico y escritor James Rhodes ofreció ayer, dentro del Festival Castell de Peralada, una aproximación personal a Bach y Chopin desde su irreductible enfrentamiento a los convencionalismos, incluidos los musicales.
Se mostró cómodo y cercano, a pesar de que se supone que una buena parte del público asistente a su atípico concierto conocía con precisión las intimidades escabrosas, desarmantes, radicalmente sinceras que desmenuza en Instrumental, su autobiografía de éxito internacional. Habituado y dominador de la escena, el pianista británico James Rhodes se metió ayer en el bolsillo al público asistente –muy correcto pero no muy entregado, todo hay que decirlo– a la velada de música clásica que ofreció en el auditorio del castillo de Peralada con una especie de master class donde se combinaron algunas de sus piezas clásicas favoritas y sus entregadas, vívidas explicaciones.
Así que de una manera sonora pero también pedagógica, el famoso intérprete, escritor y comunicador cerraba cercana la medianoche de ayer una jornada ampurdanesa donde demostró su eficaz y brillante polifacetismo: después del encuentro con el aficionado y el curioso al mediodía, a las diez de la noche volvió a ejercer de encantador en esta ocasión con un majestuoso piano de cola entre oficiante y receptor.
La fórmula, pese a conocida, volvió a demostrarse fascinante, porque el magnetismo que despliega ya desde la introducción de su concierto/espectáculo es arrasador, ya que no se trata sólo de un concierto de piano clásico. Como dijo tras interpretar la primera de las tres piezas que componían el programa oficial de la noche (al que siguieron unas cuantas propinas, con más Chopin o Puccini), “esto de hoy va de la vida y la muerte”. Rhodes no es ni un virtuoso ni un concertista al uso, sino más bien un superviviente que encontró en la música su particular tabla de salvación –en un sentido cuasi literal–, y de una forma autodidacta descubrió su pulso y ahora, apasionado y entregado, se abandona a ella.
Ataviado como suele, es decir, una sudadera de tonos oscuros, unos tejanos pitillo de similares tonalidades negruzcas, unas deportivas blancas y sus inconfundibles pelo y barba desordenadas, se sentó al piano en silencio, sin gafas, puntualmente a las diez de la noche y no abandonó el escenario de los jardines de Peralada hasta hora y media más tarde. La selección musical ya se sabía, ya que es lo mismo que ha estado tocando últimamente. Arrancó con la Partita núm. 1 en si bemol mayor, de Bach; continuó con la Balada núm. 4 en fa menor, Op.52, de Chopin, y a modo de cierre oficial, la gloriosa
Chacona en re menor, también
de Bach.
Después de la interpretación de cada una de las composiciones, Rhodes explicó en inglés, poniéndose las gafas, las características de la obra específica y, sobre todo, las circunstancias de su composición y de su compositor. Y su valoración personal sobre su influencia en él. En este sentido, “en cada concierto tengo que tocar como mínimo una pieza de Chopin porque revolucionó la manera de tocar el piano para siempre” o que, y tal como ya escribió en Instrumental, fue sobre todo la Chacona la obra que además de ser insuperable, le salvó: fue el único refugio que halló siendo niño ante todo el dolor que había padecido en forma de abusos, en una casete que contenía una grabación en vivo de la versión para piano que Ferruccio Busoni hizo de esa joya bachiana. Aquel descubrimiento determinó su vocación y es todavía su pieza musical, aunque sobre todo: “Si no hubiera conocido a Bach, yo estaría muerto”.
No es un virtuoso ni un concertista al uso, pero su pedagogía, pasión y entrega lo hacen único