La Vanguardia

Elogio del Delapierre

- Antoni Puigverd

La sequedad del cava es comparable a la influencia extremista en el debate político

Un anciano tío abuelo, contable, había sido en su juventud secretario de un noble ampurdanés. De aquellos años, le quedaban dos grandes recuerdos. Las largas jornadas de caza en los bosques de Soria o en los humedales de Sant Pere Pescador y las formidable­s comilonas que se regalaba su noble empleador, de las que mi tío alguna vez se benefició. Añoraba, sobre todo, las zarzuelas de langosta y el champán francés.

En días de celebració­n, en nuestra casa se destapaba una botella de Delapierre, un champán del Penedès, dulce y barato, que la gente mayor recuerda con cariño, pues los cavas de hoy son extremadam­ente secos. Saboreando el primer sorbo y contemplan­do la copa, tío Lluís decía: “Si yo fuera rico, bebería champán y comería langosta todos los días!”. Y mi abuela, viuda enlutada de vida sobria y dura, contemplan­do a su cuñado con sarcástica ternura, exclamaba: “¡Si bebieras champán cada día, te aburrirías, bobo!”.

Estoy hablando de los años sesenta, de cuando arrancaban el Seat seisciento­s y el primer consumismo. Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. El cava, el marisco y, en general, todo tipo de placeres que antes eran exclusivos de los ricos están ahora al alcance de una mayoría. La versión de la felicidad de mi tío se ha realizado: las clases populares han accedido al lujo burgués.

Ciertament­e, sería exagerado afirmar que todo el mundo puede comer langosta a diario (hay que reconocer que el marisco congelado no es exactament­e un lujo burgués). Pero, atención, un cava sencillo como el Delapierre que mi tío aplaudía está el alcance de los bolsillos más cortos. La pega es que el cava actual sea tan seco.

Sobre el prestigio de la sequedad alcohólica habría mucho que discutir. Se da por hecho que los adultos deben ser forzosamen­te partidario­s de la sequedad, la aspereza y la amargura. Si un niño pide un Cacaolat a todo el mundo le parece lógico, pero si un hombre hecho y derecho pide ponche, licores azucarados o cava dulzón provocará miradas de displicenc­ia entre los entendidos. Se suele decir que nuestros cavas, en general, son mejores, pero que el champán les supera en prestigio gracias a la fama y el eterno glamur de la gastronomí­a francesa. Que nuestros cavas son buenos no seré yo quien lo ponga en duda, pero también sé que el champán no es tan obsesivame­nte seco. Los franceses no desprecian el azúcar.

La extrema sequedad del cava es un ejemplo entre tantos del prestigio de los sabores difíciles en el comer y beber. Un prestigio comparable a la prepondera­ncia del mal en la literatura, a la moda de la fealdad en el arte, a la seducción que suscita en las mujeres inteligent­es un amante canalla o a la influencia de los extremista­s en el debate político.

Dulcis in fundo, decían los antiguos. Una pizca de dulzura en el fondo de las cosas. Empiezo a estar cansado de canallas, extremismo­s ideológico­s y sabores difíciles. Me hago mayor.

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