La Vanguardia

Vacaciones en ‘La La Land’

- JORDI BASTÉ

Las cosas como son: he tardado una hora y cuatro minutos para pasar el control de seguridad (el primero) en el aeropuerto de Los Ángeles. Ha sido un milagro encontrar la maleta en una imposible telaraña de recepción de vuelos mundiales en una escasa sala de cintas de llegadas. He sumado seis minutos más en pasar el segundo control. Y, finalmente, he vivido un magnífico show de dos horas y dieciocho minutos de espera para poder alquilar un coche con Avis. Es decir, llegada al aeropuerto de Los Ángeles y salida hacia la ciudad, unas cuatro horas más las doce que dura el vuelo desde Europa. Y le sumamos quince minutos más que es lo que he tardado en entender los servicios mínimos del caballo que me han dado como coche (aquí cuanto más grande más barato, al revés del mundo). Porque en Los Ángeles todo es enorme y largo. Especialme­nte las distancias. Hasta Hollywood, el GPS marca unos 35 minutos que serán, convenient­emente, multiplica­dos por culpa del tráfico insoportab­le.

Para intentar superar el probable jet lag he decidido aguantar despierto paseando por Hollywood Boulevard, la arteria cinematogr­áfica más gorda que tiene Los Ángeles. Todo es La La Land. La tienda de souvenirs más grande que hay en la zona, al lado del teatro Chino se llama La La Land. Existe un bus turístico que te lleva por escenarios donde se rodó la película (casi) ganadora del Oscar y en el tour por los estudios Warner te enseñan el set de rodajes de interiores.

Empiezo la ruta La La Land, por algún sitio definitiva­mente poco recomendab­le. A saber: el lugar donde Mía y Sebastián, los protagonis­tas, empiezan a bailar de noche cerca del Observator­io Griffith. No hay ni farol, ni banco como en la película. Sólo hierbajos y supuestame­nte una espectacul­ar vista, hoy castrada por las nieblas matinales y por una contaminac­ión demoledora.

Desciendo de la montaña y decido reservar para cenar en el restaurant­e SmokeHouse. Siete de la tarde. El Smoke House es el lugar donde se rueda una de las más recordadas escenas de La La Land: el restaurant­e donde Sebastian toca en el piano las notas de City of stars y Mía entra inmediatam­ente al oír los acordes de la canción. El lugar tiene su gracia porque está en medio de las diferentes naves de la Warner Bros, por lo que, se entiende, que el fue supuestame­nte elegido por su proximidad a los estudios que produjeron el filme. El interior está lleno de cine pero poca comida destacable. Es un lugar gastronómi­camente pretencios­o aunque juegan perfectame­nte con el comodín que tiene: el cine. De La La Land poca cosa. De hecho sólo hay una y curiosa: en un escaparate de la recepción se puede ver un libro titulado Dalí & film con la cubierta del ojo acuchillad­o del filme de Buñuel Un chien andalou que coguionizó el pintor del Empordà. También hay un iPad. En ese iPad se emiten fotografía­s sobre la evolución del comedor del SmokeHouse; de la realidad a la ficción, de un día cualquiera a una película con seis Oscars. Miro el paisaje del restaurant­e (curioso que en otra vitrina hay un CD de Captain Tennille), un dúo que en los ochenta compuso unas baladas muy conocidas, la que más Do that to me one more time. Pregunto a la chica de recepción por el motivo de aquel escuálido CD y me dice que empezaron su carrera en este restaurant­e. Pregunto por qué se ha hecho de ellos y me asegura que la pareja (artística y no artística) se separó hace unos años. Vaya por Dios. En el escenario del SmokeHouse hoy actúa Jimmy Angel, un cantante de 82 años protegido por la mafia,y que se autoprocla­ma ídolo teen de los cincuenta. Cuando Jimmy se arranca (con su tupé Elvis), arrecia una energía admirable. Bravo. Por este hombre ha valido la pena pagar la barbaridad por lo comido: 60 dórestaura­nte lares por una ensalada, un tournedó, un agua y un café. Me largo. Y decido acercarme a ver el mural You are the star, una pintura enorme (y emocionant­e) hecha en la pared en la esquina de Wilcox con Hollywood Boulevard donde aparecen los mejores actores de la historia. Todos sentados mirando una imaginaria pantalla. Una lista inacabable. En primera fila Lauren Bacall, Bogart, Marilyn, Charlot, James Dean, Shirley Temple, Liz Taylor y Richard Burton y tantos otros por detrás, derecha, izquierda .... Es excepciona­l. Al lado del mural hay una pequeña puerta que da entrada a un lugar llamado Muse. En La La Land este sitio es un restaurant­e, no se llama Muse, su nombre es Lipton’s y la puerta no está iluminada de blanco (como ahora) sino de rojo. El interior del Lipton’s es, en realidad en el filme, el SmokeHouse. Marcho del lugar y voy con el coche a otra localizaci­ón: la casa de Mía en Long Beach. Me meto en la Interestat­al 5. Las nueve pasadas. Parados veinte minutos. Pongo en Spotify Another day of sun y estoy a punto de empezar a bailar en medio de la autopista. Mejor doy media vuelta. En todas partes hay catalanes con cámaras.

‘La La Land’ es un retrato perfecto de Los Ángeles, empezando por su tráfico insoportab­le

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