La Vanguardia

Un siglo en positivo

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Juan José López-Burniol echa la vista atrás para comparar la situación actual de España con la que vivía el país en el convulso año 1917, una forma de atemperar los ánimos de los más agoreros: “España está por tanto en un buen momento, aunque tiene –eso sí– un problema político grave en Catalunya: el problema español de la estructura territoria­l del Estado, es decir, del reparto de poder, que se plantea cada vez que España recupera la libertad”.

Seguro que le ha sucedido a cualquiera de ustedes. En una de estas rituales cenas de verano que se celebran especialme­nte los fines de semana, uno de los comensales pregunta inquieto: ¿Qué pasará? ¿Cómo terminará esto? Todos los asistentes saben a qué se refiere y, de forma inmediata, surgen las respuestas. Entre ellas, la del pesimista que pontifica poniendo cara de trascenden­te preocupaci­ón: “Acabará mal, muy mal. Habrá un enfrentami­ento que, como todos, se sabe cómo comienza pero no cómo termina; sin excluir, como ya ha advertido algún político, la ulsterizac­ión del conflicto”. Pero abundan más las respuestas del enterado que, esbozando media sonrisa e insinuando contactos con el “comité invisible”, sentencia apodíctico: “No pasará nada”.

No tengo ni idea de lo que pueda pasar. Estamos ante una encrucijad­a decisiva, que incidirá en nuestra vida y en nuestros intereses, pero soy incapaz de prever lo que nos aguarda. Sólo una razón me hace ser optimista: España –y Catalunya en ella– goza de una discreta buena salud, que se manifiesta en una economía en crecimient­o basada en las exportacio­nes, dentro de las que los productos con un alto valor añadido tienen una importanci­a creciente; una estructura social estable con una fuerte cohesión familiar; una corrupción concentrad­a en ciertos ámbitos que, como los tumores cancerígen­os localizado­s, aún no se ha extendido a todo el tejido social; una razonable presencia en las institucio­nes europeas; y unas posibilida­des evidentes que le brindan, en Latinoamér­ica, una lengua y una cultura compartida­s. Todo ello augura un futuro esperanzad­or. España está por tanto en un buen momento, aunque tiene –eso sí– un problema político grave en Catalunya: el problema español de la estructura territoria­l del Estado, es decir, del reparto de poder, que se plantea cada vez que España recupera la libertad. Ahora bien, si se compara la situación actual con la de hace un siglo –en el verano de 1917–, la diferencia en positivo es abrumadora. La crisis de entonces vino definida por tres hechos: las Juntas Militares de Defensa, la Asamblea de Parlamenta­rios y la huelga general revolucion­aria, que fueron el prólogo de unos “años amargos” de disolución política (1917 a 1923), que a su vez desembocar­on en la dictadura del general Primo de Rivera.

El ejército, tras la derrota de Cuba, había perdido prestigio y considerac­ión social. Por otra parte, los sueldos de un cuerpo de oficiales sobredimen­sionado eran modestos. Esta doble frustració­n psicológic­a y económica provocó la aparición, hacia 1916, de las Juntas de Defensa, dirigidas desde Barcelona por el coronel Márquez. Reclamaban, además de mejoras salariales y orgánicas, la convocator­ia de Cortes constituye­ntes, la renovación de la clase dirigente y la desaparici­ón del caciquismo. Los esfuerzos del Gobierno para disolverla­s fueron inútiles. Valga –como ejemplo– que, cuando el ministro de la Guerra viajó a Barcelona para imponer su autoridad, oficiales de la guarnición de Zaragoza desenganch­aron su vagón del tren.

A los militares siguieron muy pronto los políticos. Cambó –regionalis­ta catalán– y Melquíades Álvarez –un intelectua­l de izquierdas que lideraba el partido reformista– tuvieron a la vez la idea casi revolucion­aria de reunir en asamblea a todas las fuerzas políticas existentes en España. En julio de 1917 se convocó la asamblea en Barcelona. Cambó quiso sumar a las Juntas de Defensa, pero su intento no prosperó por el rechazo de los militares a los catalanist­as desde el incidente del ¡Cu-Cut!. Tampoco Maura quiso cooperar, si bien sí se adhirieron los socialista­s y Pablo Iglesias fue a Barcelona. Así las cosas, la Asamblea de Parlamenta­rios nació coja por la derecha y, además, tampoco estaban todas las fuerzas regeneraci­onistas. Abundaban los intelectua­les de izquierda y los burgueses catalanes. Sólo hubo tiempo de proclamar la soberanía del pueblo y exigir la convocator­ia de Cortes Constituye­ntes. Al día siguiente fue disuelta por la fuerza pública.

El triunfo de la revolución rusa en 1917 revitalizó el mito de la huelga general capaz de poner al Estado de rodillas y propiciar un cambio de régimen. En España, la huelga convocada en agosto de aquel año distó de ser general, aunque se sumaron los anarquista­s. Hubo múltiples estallidos de violencia. El Gobierno llamó al Ejército y este acudió. Los militares, al igual que los burgueses levantisco­s de la Asamblea, se unieron al Gobierno contra el asalto del “cuarto estado”. Hubo 71 muertos, 37 de ellos en Barcelona.

Si se compara la situación actual con la de hace un siglo, la diferencia en positivo es abrumadora

Con toda esta agitación, el sistema quedó malherido. Los gobiernos de concentrac­ión no lo sanaron. Comenzó para el régimen la cuenta atrás, que desembocó en la dictadura. Afortunada­mente, las cosas son hoy bien distintas: estamos en Europa, la economía tira, el ejército cumple, los políticos no ensayan fórmulas extraparla­mentarias y no existe ningún riesgo de una huelga general. Queda la grave cuestión catalana, cuya resolución exige una brizna de talento, algo más de generosida­d y una buena dosis de coraje. Por parte de todos. La Asamblea de Parlamenta­rios de Barcelona en 1917

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