La Vanguardia

La primera vez en catalán

- Sergi Pàmies

Sobremesa de una cena informal. Llega un chico sueco acompañado por la hija del anfitrión. Presentaci­ones, sonrisas y, en un castellano intermiten­te y palatal, el chico explica que acaba de llegar de Suecia y que, viniendo del aeropuerto (ninguna cola para entrar), su amiga le acaba de enseñar su primera palabra en catalán: síndria. Me sorprende que no sea xancleta o turismofòb­ia. Todos lo reciben con el celo hospitalar­io que se reserva a los súbditos de la comunidad escandinav­a, lo invitan a unirse a nosotros y le comentan que no recuerdan cuál fue la primera palabra que aprendiero­n en catalán. Yo, sí. De hecho no era una palabra sino dos: bona nit. Una vez que me ponía el pijama, decía bona nit sin saber que era una expresión catalana. Se la había oído decir a mi abuelo, que vivió unos meses con nosotros (y siempre hablaba en catalán) y mi madre la convirtió en la contraseña-ritual antes de irnos a la cama.

Del bona nit pasé a otras expresione­s, pero las repetía no como si fueran catalán sino convencido de que pertenecía­n al español de exilio que se practicaba en casa. En 1971, cuando mi familia se trasladó a Barcelona, tuve la suerte de conocer a mi tío Pau, que enseguida entendió que el método más estimulant­e para un niño que no habla la lengua del país es enseñarle los insultos. Franco aún vivía, pero, tras unas cuantas carambolas, aterricé en una de las poquísimas escuelas donde todas las clases se hacían en catalán. Era un espacio de burguesía culta y decadente, mantenido con espíritu de resistenci­a entre capuchina y bohemia laica, heredera de la mejor pedagogía republican­a. Allí descubrí que la suma de esponjosid­ad infantil y circunstan­cias me ayudaban a aprender una lengua a medio camino de las dos que dominaba (como se dominan las lenguas a los once años, se entiende).Volví a tener suerte y, en la asignatura de catalán, me tocó una profesora vital, nerviosa y excepciona­l, la escritora Núria Albó.

La escuchaba con la impacienci­a interesada de igualarme lingüístic­amente a los demás, con la fascinació­n de acceder a un mundo lingüístic­o que describía todo lo que me rodeaba con mayor precisión que cualquier otra lengua (no es casual que los países tengan su propia lengua). De entonces conservo el recuerdo de una revelación. Albó nos ponía deberes; hacer un dibujo y anotar las palabras de un vocabulari­o mínimo. Y recuerdo el día que descubrí la palabra penyat-segat, así, con el guión que separaba y unía conceptos. La saboreé como un caramelo que parecía más áspero pero más sofisticad­o que las alternativ­as acantilado y falaise. Después llegaron todas las demás palabras, con y sin guión, y por eso me ha gustado que el sueco haya accedido a nuestra lengua a través de una palabra como

síndria. Por su manera de sonreír, reír, comer, beber y mirar a las mujeres de la cena, pronostico que síndria no habrá sido ni la última ni la más sabrosa palabra catalana que el sueco habrá aprendido esta noche. Por cierto, en sueco

sandía se dice vattenmelo­n.

El método más estimulant­e para un niño que no habla la lengua del país es enseñarle los insultos

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