Un cine libre y censurado
Se va una generación del cine español. Dos días después de Terele Pávez, ayer murió otro de los nombres más emblemáticos de la década de los sesenta y setenta. Martín Patino, cineasta singular, arriesgado, imaginativo, ácrata, siempre en la resistencia, deja una filmografía brillante sobre todo para entender cuál era el país que nos legaba el franquismo.
Su estreno en el largometraje no pudo ser más afortunado. Nueve
cartas a Berta (1965) ponía en la piel de un Emilio Gutiérrez Cava al propio cineasta. Un joven que regresa a su Salamanca natal después de haber vivido en Inglaterra y le explica a su novia, hija de exiliados, aquella España que no conoce. Una historia poética sobre la crudeza del tiempo.
Martín Patino no tuvo que salir. Vivía relativamente aislado en su Lumbrales natal, una población salmantina, donde la posguerra era sólo un eco lejano. Su paso por la facultad de Filosofía y Letras le acercó a la realidad de la dictadura. En 1955 entró en la Escuela Oficial de Cine, donde compartió aula con Summers, Borau, Camus…
“Jamás he querido vivir del cine –explicaba a este diario en el 2012–. El cine era algo que estaba en la vida, algo con que se podía jugar para contar cosas. Pero nunca fui ratón de filmoteca. He preferido alimentarme de la vida”.
Nueve cartas a Berta se llevó la Concha de Plata en el festival de San Sebastián para sorpresa de Patino, que recibía con reparos todo homenaje. Pero le abrió camino para darse a conocer fuera y experimentar. Del amor y otras soledades (1969), su segundo largometraje, era irregular pero interesante. Mostraba el retrato de una generación a través de la historia de una crisis matrimonial.
Sin embargo, su verdadero salto en la renovación del lenguaje cinematográfico lo dio con su trilogía de documentales: Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo.
Ese tríptico refleja perfectamente aspectos de una época. Tan dura y fielmente retratada que no se los dejaron estrenar hasta siete años después, cuando la transición ya estaba asentándose.
Canciones para después de una
guerra es una evocación de la posguerra donde la canción popular dialoga con las imágenes de películas clásicas, que combinadas formaban un fresco muy significativo de lo que se vivió en la España de los años cuarenta. La historia
se empezaba a ver de otra manera.
Queridísmos verdugos fue aún más lejos. Era el más siniestro fresco de la época. Mostraba a los últimos ejecutores del franquismo, funcionarios de la muerte, hablando ante la cámara sin reparos –bajo la influencia del alcohol– acerca de las distintas técnicas utilizadas a la hora de aplicar el garrote vil.
Su filmografía, breve, y sin grandes éxitos –aunque Pilar Miró lo considerara el mejor–, parecía cerrarse con Octavia (2002). Pero cuando ya con 80 años, en el 2011, Martín Patino se encontró con el movimiento del 15-M, salió a grabarlo en su último gran documental: Libre te quiero.
En un digno homenaje, Virgina García del Pino realizó el 2014 el documental La décima carta .En una de las secuencias más significativas, Martín Patino se enfada al darse cuenta de que su memoria empieza a fallar. Se trata de una escena bella y emotiva en la que el cineasta está sentado delante de una antigua moviola repasando material filmado a lo largo de toda su carrera. La moviola que ayudó a que otros muchos entendiéramos la memoria de una época.
‘Nueve cartas a Berta’, su estreno en la dirección, ya le reportó la Concha de Plata en San Sebastián En el 2011 se encontró con el movimiento del 15-M y no dudó en salir a filmarlo: ‘Libre te quiero’