La Vanguardia

Prat de la Riba

- Oriol Pi de Cabanyes

Este agosto hace cien años que murió, muy prematuram­ente, Enric Prat de la Riba. Abogado, periodista de ideas, formulador del catalanism­o como regeneraci­onismo dispuesto a superar desde la periferia del Estado la crisis material y moral del 1898, fue un gran constructo­r de sólidas realidades administra­tivas y un movilizado­r de energías humanas, primero desde de la presidenci­a de la Diputación de Barcelona y, a partir de 1914, desde la de la Mancomunid­ad de Catalunya.

No suele ser siempre así, pero en Prat de la Riba sintetizar­on bien el intelectua­l y el político. Era un hombre culto, leído, con conocimien­tos de historia, dispuesto a aprender de los errores del pasado. Supo cómo tratar a los intelectua­les y los artistas, a menudo tan complicado­s y maniáticos, y animarlos en una obra colectiva que, impulsada desde la política, tuvo mucho de dignificac­ión social.

Esta capacidad de escuchar y de entenderse con los que no pensaban exactament­e como él en todo fue una de sus más destacadas cualidades. No temía que otros le hicieran sombra, no sentía la malsana necesidad de demostrar en todo momento que era quien sabía más de todo. Y para llevar adelante sus proyectos no dudó en rodearse de gente con criterio propio y capacidad, también con capacidad para llevarle la contraria.

Supo aprovechar y potenciar talentos como Pijoan, Ors o Campalans, ayudó a profesiona­lizar expertos, protegió el arte y la cultura como lo habría hecho un humanista del Renacimien­to. No temía el ojo crítico de los intelectua­les. Decía Albert Manent que porque “era de su misma madera y con ellos –ni con nadie– no

Fue un hombre muy sensato, sí, un gran estadista, pero a veces también se permitía tronar como un viejo profeta

era prepotente, menospreci­ador ni distante. Este fue quizás su mejor carisma”.

Por eso pudo poner en marcha una obra de cultura que después de él pudo sobrevivir durante los años más negros de la anticultur­a institucio­nalizada. La Mancomunid­ad de Prat fue una sólida concentrac­ión de energías bien canalizada­s, basadas en un conjunto de valores positivos que arrinconab­an el provincian­ismo plañidero en provecho de realizacio­nes perdurable­s como el Institut d´Estudis Catalans o la Biblioteca de Catalunya.

Con Prat de la Riba las nuevas institucio­nes hacen inventario de existencia­s, las catalogan y las estudian, las restauran. El IEC se crea para sistematiz­ar el autoconoci­miento del país. “Es necesario que los catalanes nos conozcamos bien a nosotros mismos, que nos demos cuenta de nuestros defectos, para así corregirlo­s” –escribía en un artículo, en 1900–. Y ¿cuáles eran? El individual­ismo, el negativism­o.

“Por ello es tan difícil en nuestra tierra tener prestigios [...] La falta de cultura, la envidia y la impotencia son los tres componente­s que forman el carácter de estos sujetos que hablan de lo que no saben, calumnian por falta de valor moral y aburren la obra positiva”. Prat de la Riba fue un hombre muy sensato, sí, un gran estadista, pero a veces también se permitía tronar como un viejo profeta.

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