El círculo perfecto
La última vez que Irosyoshi Ishida visitó el barrio de Taialà en Girona, no lo hizo para venir a vernos a El Celler de Can Roca; lo hizo para conocer a nuestra madre y degustar nuestra cocina madre. La raíz, el substrato amoroso y paciente del éxito, el bar restaurante Can Roca de nuestros padres.
Hay quien sabe leer a través del tiempo en boca, con la sensibilidad de quien descansa sobre una cultura milenaria interiorizada, venerada y vivida día a día. El resto de los mortales vivimos la evanescencia del tiempo y somos lo que recordamos. Pero la memoria de lo que fuimos puede viajar y encontrarnos a través de lo que comemos, proporcionándonos con sorpresa un momento mágico.
Soy un enamorado de la cocina tradicional japonesa, de cómo entienden la comida, de cómo aplican la técnica, de cómo reverencian el producto con preparación sutil y delicada. Una cocina que se debe, sin duda como todas las cocinas, a una cultura, pero que como muy pocas venera sus raíces en les aguas de la memoria. Visité Mibu, el restaurant de Irosyoshi a Tokio, ahora hace seis años. Y lo hice acompañado de una buena representación de la cocina de vanguardia mundial de aquel momento: Gastón Acurio, Massimo Botura, Harold McGee, Dan Barber, Alex Atala, Ferran Adrià, Sven Elverfeld, Michel Bras y Yukio Hattori.
En aquel mismo viaje pude conocer también a Jiro, el hombre que sueña con el sushi. Uno escucha hablar del lujo asiático e imagina horizontes en instalaciones fantásticas, minimalistas, de armonía orgánica y belleza equilibrada; piedras redondeadas y formas vegetales, una cierta tropicalidad zen si se me permite. Pero, después de mi experiencia en Japón en los restaurantes de Ishida y de Jiro, el lujo refulgía con su verdadero parámetro intangible: la autenticidad.
Un tres estrelles era sublime en una estación de metro y con una barra para sólo diez personas. Y una figura culinaria mundial nos recibía en un piso nada más con una mesa para ocho comensales. Si a sus más de ochenta años esos excelentes cocineros continúan en pie en sus restaurantes, como mi madre Montserrat Fontané en Can Roca, me pregunto si no será un hilo vital imperceptible lo que los conecta con aquello que hacen. Me pregunto si se han convertido en un ingrediente más de la su cocina, en el hecho distintivo de la misma, y son conscientes de que no la pueden abandonar porque sin ellos, sus cocinas, tendrían otro sabor. Por descontado que sin la cocina de nuestra madre, nuestra cocina tampoco sería igual. Bajo la hegemonía de la novedad y en los días de obsolescencia, hay que recordar el valor de la vejez. La cultura japonesa tiene un sentido de veneración y respeto por las personas mayores muy elevado. Acercándose, uno puede sumergirse en las aguas de la memoria, para después mirar al futuro creando en el presente. Ese hilo imperceptible a los sentidos está ahí y nos perpetua como especie humana que aprende de los errores generación tras generación. Lo decía Eugeni d’Ors, la tradición es el motor de la innovación, el testimonio es continuo. Hay evolución, pero toda disrupción es pura ilusión.
En la hegemonía de la novedad y de la obsolescencia, hay que recordar el valor de la vejez