El odio y su catarsis
En la tragedia clásica griega, el espectador conseguía la catarsis, la purga de sus bajas pasiones. Se limpiaba de odios y orgullos. Está en la Poética de Aristóteles y es parte de la función social del espectáculo, la depuración en comunidad de los comportamientos inapropiados; al fin y al cabo, el ejemplo mediante el temor y la compasión, que son los dos sentimientos que ha de provocar la tragedia para conseguir la catarsis. Temor y compasión, como en estos días de agosto en Barcelona. Y también un orgullo cívico, unas ganas de seguir viviendo en libertad y en paz. Porque ha habido tragedia, qué duda cabe, y también, creo, catarsis. Pero el atropello, sus causantes, las víctimas, no son un espectáculo teatral reglado y declamado. O no responden a aquel canon griego, aunque sí tengan mucho de espectáculo y el terrorismo se despliegue y hasta planifique también para la galería de las televisiones y los teléfonos celulares. Hay guerreros y petos y corazas, igual que hay un rey compasivo y digno. Y un coro que amplifica sus voces electrónicamente y que se sueña universal, mientras algunos pugnan por ser el corifeo, la voz que sobresale, aquél que, aunque sea por unas horas, dirija y guíe…
En fin, palabras para enmascarar la muerte. Prosa de domingo. Porque lo que nos resulta inexplicable es el odio, la rabia, la furia homicida de ese grupo de jóvenes que, reconozcámoslo, también eran de los nuestros, formaban parte de la sociedad que quisieron destruir. Ayer Antoni Puigverd lo escribía y se lo preguntaba elocuentemente en su columna en este mismo diario: ¿de dónde sale este odio?, ¿cómo es posible? resulta irreprimible añadir. Y ya hay voces preguntándose qué habremos hecho mal, por qué motivos falla la integración (esa palabra cada vez más hueca). Y, claro, el paro, la falta de esperanza, el capitalismo salvaje, la marginación, Oriente Medio, Trump, lo que ustedes quieran. Pero me temo que no hay justificación. Porque lo trágicamente evidente hoy es que no hemos podido ni sabido educar para la vida y la convivencia a unos enajenados que se creen héroes porque han dejado que el odio les crezca dentro y llene e inflame hasta convertirlos en sembradores del terror y la muerte. Se lo hemos oído otras veces a otros asesinos. El muerto era un objetivo, una acción. Se merecía morir. Estamos en guerra. Más bajas colaterales (¡ese eufemismo atroz!) provocan los bombardeos occidentales y nadie llora esas mujeres y niños salvo los soldados de Alá, los que tomarán venganza sobre los cruzados, que somos todos los cristianos, incluso los ateos y los judíos.
Porque sí, claro, el islam no es esto, no son esos fanáticos. Es la religión de una buena parte de la humanidad, mil seiscientos millones de personas, las principales víctimas del terrorismo yihadista. Por supuesto. Pero también habrá que reconocer que las religiones del libro acabaron con el sentido cíclico del tiempo, una estación tras otra, un día tras otro, una luna que crece y se renueva y nos dieron un sentido finalista, lineal, a nuestras vidas. Musulmanes, judíos y cristianos creen en la trascendencia de una fe que, en el caso de los cristianos, se ha debilitado claramente para santificar la vida terrena, para hacerla nuestra vida, la que hay que defender y disfrutar. La expiación, el sacrificio ritual, ya no forma casi parte de nuestras creencias, aunque sí de nuestros ritos. Y por eso puede ser que no entendamos lo de la sangre como forma de expiación de los pecados. Animales sacrificales, chivos expiatorios todos, incluso los asesinos. Recuerden el origen etimológico de asesino: la secta, la droga de la palabra y también la droga que nubla la mente, el viejo de la montaña, el odio, de nuevo.
Nuestra catarsis, aunque la ha habido, ha sido incompleta. Pero nos permitirá seguir adelante, asumir que en este mundo está en marcha una lotería macabra que hace que te pueda tocar, que camines Rambla abajo y te maten, que estés en un aeropuerto y se te lleven por delante. Aprenderemos, casi lo hemos hecho ya, a vivir con ello y a ponérselo más difícil a los nuevos mártires asesinos que vengan. Y probablemente lo haremos en comunidad, aceptando el temor y la compasión, porque la catarsis griega también tenía algo de justicia poética, de venganza limpia, de sacrificio y expiación en la representación. Pero ¿y ellos? ¿Cuál es su tragedia? ¿Cuál su catarsis? Creen en el sacrificio de sus propias vidas y en sacrificar cuantas más vidas de infieles mejor. Más ¿por qué? ¿Cómo se entiende? La haine, el odio, fue una película francesa de 1995 que a muchos nos impactó (de hecho, hay en nuestro país un medio de información alternativo, supongo que aceptarán la definición, con ese nombre). Si algo estaba claro en aquella película era que había odio, pero no había catarsis. Nada tenía otro sentido que el ruido y la furia. Y el odio, que te volvía un poco más idiota cada día. Idiota, otra etimología curiosa. Para los griegos, el que vivía al margen de la política y los asuntos públicos. Unos idiotas, pues, provocan una carnicería en Barcelona y en Cambrils. Y seremos idiotas si nos empeñamos en mirar para otro lado.
Nuestra catarsis, aunque la ha habido, ha sido incompleta; pero nos permitirá seguir adelante