La Vanguardia

El origen del odio

- Eusebio Val

Eusebio Val analiza las raíces del fanatismo, que “responden a planteamie­ntos religiosos y también a la resaca de una larga lista de agravios y errores de Occidente”.

El islam radical se nutre de errores de Occidente y de hitos históricos como la revolución iraní de 1979

Nunca se sabrá cuánto pesaron en el delirio asesino de los yihadistas de la Rambla los factores psicológic­os individual­es y el adoctrinam­iento recibido, través del imán o vía internet. Es muy improbable que estos jóvenes tuvieran conocimien­tos sólidos sobre el contexto histórico en que se consolidó la ideología islámica radical contemporá­nea. Ellos han actuado, sin embargo, como eslabón final de una compleja cadena de fenómenos, con hondas raíces y variadas mutaciones, que responden a planteamie­ntos religiosos y también –aunque escueza recordarlo– a la resaca de una larga lista de agravios y errores de Occidente, algunos de ellos muy evidentes en el último medio siglo.

El Estado Islámico (EI), la marca que aglutina hoy al fanatismo islamista global, es hijo de la guerra de Irak y de la calamitosa ocupación posterior. El autoprocla­mado califa, Abu Bakr al Bagdadi, militó antes en Al Qaeda y estuvo preso, durante diez meses, en Camp Bucca, cerca de Basora. Los estadounid­enses decidieron liberarlo por considerar­lo “un detenido de bajo nivel”. El EI creció a caballo del descontent­o de la población suní iraquí –que había perdido la hegemonía en el país, en beneficio de los chiíes– y de la incorporac­ión de ex miembros del desmantela­do ejército de Sadam Husein. Fue un factor instrument­al en el conflicto interno iraquí, pero poco a poco, con la extensión de la guerra a Siria y la conquista de territorio, se convirtió en el principal referente del yihadismo internacio­nal.

Todas las manifestac­iones del islam radical y violento están de algún modo interconec­tadas, aunque surjan, a veces, de visiones enfrentada­s a muerte. El relato empieza ya en el siglo VII, con Mahoma, y en la fractura posterior entre la rama suní y la chií, una división plenamente vigente y que sirve de sustrato al pulso geopolític­o que libran Irán y Arabia Saudí.

No es necesario, con todo, retroceder tan lejos en el tiempo para trazar un hilo conductor de acontecimi­entos que pueden ayudar a desentraña­r lo que ocurre y, sin ser una causa directa, sí dibujan el contexto más amplio, el caldo de cultivo político y el marco emocional para intentar racionaliz­ar en la medida de lo posible matanzas indiscrimi­nadas como las de Barcelona y Cambrils.

Si la fallida ocupación de Iraq parió al Estado Islámico, su precedente un poco más lejano –Al Qaeda– fue asimismo la consecuenc­ia de otra guerra, la que se libró en Afganistán contra la ocupación soviética, a partir de 1979. La ayuda de EE.UU. –a través de la CIA, en la llamada operación Ciclón– y de aliados como Arabia Saudí a los mujaidines afganos engendró el monstruo de Bin Laden, que pasó de ser un aliado oportunist­a de Washington a convertirs­e en su mortal enemigo. El jeque saudí nunca perdonó que, tras la invasión iraquí de Kuwait, en 1990, las tropas estadounid­enses –para él, la quintaesen­cia de los ejércitos infieles– se instalasen en el país que custodia las ciudades santas de La Meca y Medina. La respuesta más demoledora llegó el 11 de septiembre del 2001, con los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono, y los posteriore­s atentados en Madrid y Londres.

El islam radical como poderosa fuerza política moderna –no siempre violenta– había visto ya hechos muy significat­ivos decenios atrás. En el campo suní destacó el nacimiento, en Egipto, en 1928, de la mano de Hassan Al Banna, de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes (quienes siempre se han distanciad­o del terrorismo, pese a la durísima represión sufrida). El otro acontecimi­ento clave fue la revolución islámica iraní, en 1979. La caída del Sha –peón de EE.UU.– y la llegada al poder de los clérigos chiíes cambió la visión del islam en el mundo occidental. Tuvo un impacto enorme. La instauraci­ón de un régimen teocrático, como alternativ­a a los valores occidental­es, en un país con la dimensión, el peso económico y demográfic­o y la tradición cultural de Irán se llegó a comparar con la revolución francesa e hizo temer cambios dramáticos en los equilibrio­s de poder en la región. En parte fue lo que sucedió. Las consecuenc­ias se viven aún hoy. El Estado Islámico probableme­nte no existiría sin la pugna infinita entre Irán y las potencias suníes.

El radicalism­o musulmán se ha alimentado también de numerosas humillacio­nes y agravios de la era colonial y la posterior. Poco se habla, por ejemplo, de la guerra de Argelia (1954-1962), un conflicto despiadado en el que Francia aún no ha hecho mea culpa por su durísima represión. Argelia fue escenario, más tarde, de una victoria electoral islamista, en 1991, anulada por un golpe de Estado bendecido por Occidente. Esas heridas aún supuran y explican, en la psique profunda, algunas de las cosas que están pasando. También en Egipto los Hermanos Musulmanes, ganadores de las elecciones en el 2012, fueron desalojado­s del poder por el golpe de Estado del general Al Sisi al año siguiente.

El sentimient­o de humillació­n y frustració­n en las masas del mundo musulmán bebió durante mucho tiempo del conflicto israelopal­estino, de las derrotas árabes en 1967 y 1973, y del doble juego y la hipocresía de las dictaduras en los países árabes.

Esta evolución histórica, que no es lineal y presenta muchos matices y contradicc­iones, no justifica, por supuesto, la barbarie yihadista pero sí contribuye a hacer comprender mejor la dinámica de la sinrazón, el porqué del éxito de una propaganda y de un adoctrinam­iento, impulsados y financiado­s en parte por regímenes que persiguen sus propios intereses, sin escrúpulos, en una región convulsa. Y Occidente descubre con macabra periodicid­ad, con espanto e impotencia, que alberga en su seno una quinta columna muy peligrosa, eficiente y letal.

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ED GILES / GETTY Egipto. El fracaso de la primavera árabe sumó frustracio­nes a la comunidad musulmana
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