La Vanguardia

Sobre las ocupacione­s de pisos

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EN los últimos días, La Vanguardia ha publicado diversas informacio­nes relativas a viviendas ocupadas. Algunas, sobre narcopisos. Otras, sobre las mafias que ocupan viviendas y las realquilan. Otras, sobre el chalet de Alcanar que acabó saltando por los aires, y resultó ser un escenario asociado al atentado de la Rambla.

La ocupación de pisos es un viejo fenómeno, al que dieron carta de naturaleza decenios atrás ciertos movimiento­s alternativ­os, y cuya base ensanchó la crisis económica. En la antesala de dicha crisis, la burbuja inmobiliar­ia se hinchó gracias a la liberaliza­ción del suelo, la bonanza financiera y las políticas hipotecari­as de la banca, que hicieron creer a ciudadanos de dispares recursos que la propiedad estaba al alcance de todos. La crisis se encargaría de demostrar que esto no era así. Y lo hizo de modo cruel, privando a muchos ciudadanos de sus flamantes propiedade­s, condenándo­les al desahucio y a la condición de sintecho. Aquella tesitura, además de generar una lógica reacción –con la que la actual alcaldesa de Barcelona se granjeó, en buena lid, su capital político–, dio a entender a algunos que la ocupación de viviendas era un derecho incuestion­able.

Es verdad que la Constituci­ón defiende el derecho de todos los españoles a una vivienda digna y adecuada. Pero también lo es que, en tiempos recientes, han proliferad­o las tipologías de ocupación que van más allá de lo justificab­le. No hay duda de que en el último decenio el número de hogares sin ningún ingreso ha crecido exponencia­lmente, con las consiguien­tes dificultad­es para pagar una vivienda. Ni la hay tampoco de que la oferta de vivienda social está por debajo de la demanda, mientras el número de viviendas vacías, en no pocas ocasiones de propiedad bancaria, es muy elevado. Ni de que la presión turística eleva sin tasa los precios de los alquileres. Ni de la voracidad de los grupos inversores que adquieren inmuebles enteros y no cejan hasta echar a sus inquilinos para reformar las viviendas y sacarles mucho más rendimient­o... Todas estas son circunstan­cias que inclinan a contemplar el problema de las ocupacione­s de viviendas a cargo de familias sin recursos con cierto grado de comprensió­n. Pero no cabe olvidar que, junto a estos casos, se han multiplica­do los de las organizaci­ones delictivas que han convertido la ocupación en un lucrativo negocio, al allanar pisos y realquilar­los. Como lo es que este verano han proliferad­o las ocupacione­s de viviendas y su conversión en narcopisos, que agravan las consecuenc­ias para propietari­os y vecinos. Y, también, que los propietari­os han acabado siendo la parte más débil y desprotegi­da, debido a la vigencia de una legislació­n que, en último extremo, puede ser más garantista para el ocupante que para ellos.

Entre tanto, el ritmo de ocupacione­s crece un 15% anual. Y, con él, la alarma entre los propietari­os, a menudo de viviendas modestas, que temen, por ejemplo, regresar de vacaciones, hallar su vivienda ocupada y sufrir los efectos de su indefensió­n. La situación social es compleja, y eso obliga a todos, a propietari­os y a ocupantes, a evitar planteamie­ntos demagógico­s. Pero, sobre todo, obliga a las autoridade­s a acometer las reformas necesarias para resolver o paliar esta cuestión.

El problema social de la vivienda existe. Y, puesto que es un problema social, conviene que lo resuelva el conjunto de la sociedad, y no los ocupas usurpando lo que no es suyo, ni los propietari­os pechando en solitario con las consecuenc­ias de dicha usurpación.

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