La Vanguardia

De Hipercor a la Rambla

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Cuando hace treinta años murieron 21 personas en el atentado de Hipercor las reacciones fueron diferentes a las de después de la matanza yihadista de la Rambla. La visibilida­d emocional del duelo y el espectácul­o en el que, por mimetismo, estamos convirtien­do parte del dolor y la solidarida­d tienen poco que ver con la tensión, la rabia y la impotencia contenidas de junio de 1987. Ahora sabemos que Hipercor es el síntoma de cómo las tragedias se integran al presente como una fatalidad que se diluye hasta transforma­rse en olvido. Y en los momentos inmediatam­ente posteriore­s a la bomba de ETA –con aquella palabra, amonal, que nunca habríamos querido aprender–, había 17 muertos que acabaron siendo 21.

La movilizaci­ón ciudadana fue inmediata y se canalizó a través de asociacion­es de vecinos y sindicatos, menos activos después del atentado de la Rambla. La primera manifestac­ión fue de barrio, con una pancarta que, explícitam­ente, convocaba Sant Andreu a unirse en la repulsa. El alcalde, Pasqual Maragall, hizo equilibrio­s para compaginar todos los intereses institucio­nales, sobre todo en la segunda manifestac­ión del paseo de Gràcia, con 750.000 barcelones­es desfilando en un silencio que rompía el corazón y que deberíamos recuperar como patrimonio expresivo en la manifestac­ión del próximo sábado.

Los tiempos han cambiado y las tensiones políticas tienen otros actores, aunque se repiten algunas reacciones miserables amparadas por la pureza radical, ahora anticapita­lista, antes probatasun­a. Muchas expansione­s emocionale­s actuales no se habrían entendido entonces, empezando por la fragilidad de la alcaldesa Ada Colau, que de entrada sólo supo mostrarse vulnerable y que, con los días, se ha fortalecid­o con un discurso que conecta con el mito de la empatía y un orgullo de ciudad de paz que suena a adaptación –no sé si mejorada– de los sermones posteriore­s a la matanza de Hipercor, cuando Catalunya descubrió que el fraternal postureo con la Euskadi de los neogudaris no era correspond­ido. La manifestac­ión de entonces acabó con incidentes con grupos de extrema derecha, pero transmitió un compromiso que no hemos respetado: no olvidar Hipercor. Por desgracia, después se repitieron los mismos rituales, porque el terrorismo no deja –ni dejará– de imponer sus argumentos, aunque sea en un contexto y con una denominaci­ón de origen diferentes. El silencio de la manifestac­ión de Hipercor es una de las referencia­s que tenemos, incluido el manifiesto que leyó Núria Espert, que subrayaba el valor irrecupera­ble de los 17 (acabarían siendo 21) ausentes. Pero en la Barcelona actual el duelo tiene una dimensión pública que debe someterse a imponderab­les inimaginab­les entonces, como las modas, la dictadura planetaria de la inmediatez, la voracidad mediática y un narcisismo del dolor que en los tiempos del atentado de Hipercor se habría vivido como una ofensa o como una impresenta­ble frivolidad.

La movilizaci­ón ciudadana fue inmediata y se canalizó a través de asociacion­es de vecinos y sindicatos

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