La sonrisa desaparecida
No hace falta ser artista para cambiar la historia del arte. Basta con ser un carpintero italiano reconvertido en ladrón, como Vincenzo Peruggia, que transformó un retrato renacentista más célebre que admirado en el cuadro más famoso de la historia.
Para conocerle se debe retroceder hasta la noche de un lunes, 21 de agosto de 1911, en el Salon Carré del Louvre. Hoy el mayor museo del mundo cierra los martes –los centros artísticos de París se reparten las libranzas–, pero entonces el día de fiesta era lundi. Una Europa en júbilo se encaminaba sin saberlo hacia la Primera Guerra Mundial. Kandinsky acababa de terminar la primera obra abstracta. Rusia temblaba hacia su revolución.
Nada de eso importaba a Vincenzo Peruggia, contratado para fabricar cubiertas de cristal. El Louvre las había encargado para salvar a las pinturas de más renombre de ataques como el de 1907, cuando un anarquista había apuñalado una obra de Ingres. Entre las protegidas estaba la Mona Lisa.
Fueron necesarias más de 24 horas para que Francia reconociese que había desaparecido. Era un escándalo: un museo con más de 400 salas, y sólo 200 vigilantes.
El primero en percatarse fue el pintor Louis Béroud, un habitual, que llegó el martes por la mañana para dibujar un esbozo de su próxima obra, Mona Lisa au Louvre. Fue junto a su amigo Frédéric Laguillermie, que también estaba copiando la Gioconda. ¡Pam! La nada. En la pared donde se suponía que estaba colgada sólo pendían cuatro clavos. Calma. La estarán fotografiando en Braun & Cie –el fotógrafo oficial, con un estudio en las instalaciones– advierte Laguillermie. Van a comprobarlo, pero no está. Ahora sí: la
Gioconda se ha desvanecido. Cuando la policía por fin llega al lugar del crimen, encuentra en una pequeña escalinata el impresionante marco de la Gioconda, un regalo de la condesa de Béarn, y el cubículo de cristal que debía protegerla. El Louvre tuvo que cerrar una semana, durante la cual el inspector Louis Lepine, al mando de sesenta policías, busca una tela en lugar de la madera sobre la que Leonardo practicó su más famoso sfumato.
“No era más especial que otro cuadro renacentista. Era algo conocido pero los titulares lo enaltecieron”, dice el historiador del arte Donald Sassoon, autor de un libro sobre la historia de la Mona Lisa. “Es seguro: el robo lo convirtió en el cuadro más famoso del mundo”.
Eran tiempos del boom de la prensa de papel y el caso adquirió una repercusión enorme en cuestión de días. “Era agosto, no había noticias”, recuerda Sassoon. Titulares como el de The New York Times (“60 policías buscan la Mona Lisa robada, los franceses indignados”) conmovieron a Francia y pronto todo el mundo supo de la Gioconda. Cuando el Louvre reabrió, una alud de visitantes corrieron a buscar el hueco. Hasta el hundimiento del
Titanic (14 de abril de 1912) la búsqueda de la Mona Lisa era lo más leído. Había nacido un mito.
Una investigación histriónica llegó a arrestar a Guillaume Apollinaire y a Pablo Picasso, con la hipótesis de que los vanguardistas estaban en guerra con el arte tradicional. Interrogaron dos veces a Peruggia, sin que sospecharan del carpintero que había salido plácidamente con el cuadro bajo su bata blanca. Todo el mundo ya pensaba que la
Mona Lisa estaría muy lejos de Francia, pero en realidad estaba en... ¡París! A lo largo de más de dos años, descansó envuelta en una tela roja junto al Canal Saint Martin, sin sufrir ningún daño. Hoy es el lugar de moda entre los jóvenes para celebrar picnics en verano, pero entonces era un barrio humilde, como Peruggia, un inmigrante italiano víctima de la xenofobia que creía que tenía el deber de corregir la historia y devolver la Gioconda a los italianos. “No tenía problemas mentales –asegura Sassoon– pero se había creído que Napoleón lo había robado y tenía un deber con su país”.
Es cierto que a Bonaparte le cautivó la sonrisa enigmática de la Gioconda –la tenía en sus estancias privadas– pero no fue él quien la llevó a Francia. Leonardo había visitado al rey Francisco I con el retrato y tras su muerte, el monarca lo compró a su ayudante y heredero por 4.000 monedas de oro. La Revolución Francesa irrumpió y la Mona Lisa estuvo en el Louvre hasta que apareció Peruggia.
En noviembre de 1913 Peruggia leyó que un anticuario, Alberto Geri, “compraba arte de todo tipo”. Entonces le escribió –bajo pseudónimo, Vincenzo Leonardo– informando que tenía la Gioconda, que estaba dispuesto a devolverla por 500.000 liras. Viajó a Florencia en tren, escondiendo la pintura en el doble fondo de un baúl. Luego reservó una habitación en el hotel Tripoli e Italia –hoy rebautizado La Gioconda, a dos pasos de Santa Maria Novella– y fue a ver a Geri. El anticuario le convenció de que dejase el cuadro para ser examinado y la policía le arrestó al día siguiente.
“Peruggia consiguió lo que quería, sólo le condenaron a seis meses de prisión y fue famoso para el resto de sus días”, afirma Sassoon. La Mona Lisa estuvo exhibida en los Uffizi durante unas semanas antes de volver para siempre al Louvre.
Hoy es un lugar de peregrinaje gracias a un carpintero italiano.
El ladrón creía que estaba corrigiendo la historia devolviendo el cuadro a Italia La policía francesa cayó en el ridículo: llegaron a arrestar a Apollinaire y Picasso