Maquillaje político
El gasto en maquillaje de Emmanuel Macron es motivo de análisis para Sergi Pàmies, que ve en este interés por la imagen reminiscencias de la Francia borbónica: “En Versalles, en tiempos del rey Luis XIV, la manía del maquillaje para empalidecer el rostro del monarca era obsesiva. Ahora nos puede parecer grotesco, pero se pretendía transmitir el mensaje de pureza y virginidad y, sobre todo, disimular los eccemas y brotes de vulcanización dermatológica provocados por una dieta despiadadamente omnívora y, sobre todo, por la ingesta de alcohol”.
Un dato interesante: el presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha gastado 26.000 euros en maquillaje en tres meses (a este precio cualquiera diría que, en vez de ponerse polvos, los esnifa). Que nadie se rasgue las vestiduras: sus predecesores en el cargo, Nicolas Sarkozy y François Hollande también contrataban a maquilladores y peluqueros para mantenerles, en teoría, presentables. La tradición viene de antiguo. En Versalles, en tiempos del rey Luis XIV, la manía del maquillaje para empalidecer el rostro del monarca era obsesiva. Ahora nos puede parecer grotesco, pero se pretendía transmitir el mensaje de pureza y virginidad y, sobre todo, disimular los eccemas y brotes de vulcanización dermatológica provocados por una dieta despiadadamente omnívora y, sobre todo, por la ingesta de alcohol. Las damas, en cambio, debían enrojecerse las mejillas de manera artificial para parecer más aristocráticamente correctas.
En coherencia con las modas económicas actuales, Macron ha externalizado estos servicios y ha contratado a un maquillador freelance. Es un detalle que no ha impedido que la noticia haya sido convenientemente aprovechada para alimentar la necesidad de escandalizarse que caracteriza la actualidad. Por mimetismo, podríamos preguntarnos si Carles Puigdemont o Mariano Rajoy también tienen maquilladores en plantilla. Al fin y al cabo, la buena imagen forma parte de las obligaciones de un mandatario, ya que se entiende que una apariencia cuidada forma parte de las obligaciones representativas de los presidentes. Es una opción convencional, es cierto, porque a mí me encantaría tener mandatarios un poco dejados, mal afeitados, con colas de caballo preventivas de cierto abandono de limpieza capilar, tejanos rotos y ojeras de dormir poco y mal. Para entendernos: siento más simpatía por el look indolente de José Mujica que por el impoluto experimento capilar que corona la amenazadora etiqueta del presidente Donald Trump.
Pero Macron no engaña a nadie. Su fulgurante ascensión en la política francesa tiene mucho que ver con la buena imagen. De hecho, sólo ha necesitado expresarse con naturalidad, argumentar de un modo diferente y destilar una energía juvenil (que, de lejos, recuerda la de un hipotético hermano menor de Boris Vian), para poner en evidencia la negligencia catastrófica de la secuencia Sarkozy-Hollande, remake de otras herencias desastrosas. Macron, en cambio, hizo pensar a los que lo votaron que, a diferencia de los otros candidatos, anclados en la deriva más intestina, podía vencer el avance de Marine Le Pen. Una Le Pen que, por cierto, es la exaltación del maquillaje. Tanto del literal, que entiende que la imagen pública es cada vez más importante, como del político, que, al igual que los decadentes y versallescos reyes del pasado, intenta disimular una esencia enfermiza.
Por mimetismo podríamos preguntarnos si Rajoy y Puigdemont también tienen maquilladores