UN PAÍS SOBRE LAS BOMBAS
El bo bardeo de Lao en la gu rra del tna ha do como herencia la a naza de millones de bombas sin explotar.
La metralla se ha convertido en abono en el patio del señor Bahje. En las alargadas carcasas metálicas que condenaron a Laos a ser el país más bombardeado por cápita de la historia, crecen ahora especias y flores. La de Bahje es la última reminiscencia de la aldea de las bombas, bautizada así por la curiosa transformación de los explosivos arrojados por el ejército estadounidense –entre 1964 y 1973– en objetos de decoración. Vida donde antes había muerte.
Pero la provincia laosiana de Xieng Khouang, de 250.000 habitantes, no es un alter ego de su parcela. Los 80 millones de bombas de la llamada Secret War –operaciones norteamericanas enmarcadas en la guerra de Vietnam para frenar los suministros de Laos hacia Ho Chi Minh– que quedaron sin detonar por fallos en su diseño o lanzamientos desde baja altura, siguen masacrando a su pueblo.
El mismo modelo que expone Bahje en una de las estanterías de su choza, convertida en un museo para la concienciación de pequeños y mayores sobre los riesgos de estos artefactos, acabó en marzo con la vida de Kia en la población de Nong Phet, al norte de Phonsavan. La cría de 10 años estaba jugando con sus amigos cuando la guerra fría le estalló entre sus manos diminutas. Otros 13 niños fueron heridos.
Entonces los mayores de la familia –curiosamente eran hmong, la etnia que la CIA utilizó en su cruzada contra el movimiento comunista Pathet Lao– estaban reunidos con un chamán en una de las tres chozas de madera que cercan el patio de arena donde los pequeños jugaban. La posguerra no discriminaba. “Oímos la bomba desde dentro”, cuenta una anciana, oscura de piel y ojos, con un precioso lunar en el lado izquierdo de la mejilla. “No tenemos ni idea de dónde la encontró –reflexiona sobre la niña–. Quizás estaba enterrada en el patio, aunque hace años que vivimos aquí y no había pasado nada”.
Su rostro desprende tristeza y también incomprensión. El horror que tuvo que vivir hace cuatro décadas, donde la tierra saltaba por los aires cada ocho minutos, sigue incrustando sus campos, sus calles, sus sencillas vidas. Según el Mines Advisory Group (MAG), una oenegé dedicada a la limpieza de territorios minados, representa hasta un 25% de la superficie del país.
“Nos sentimos más inseguros ahora que antes”, apunta la mujer, a la que poco a poco se le han humedecido los ojos. “Durante la guerra nos escondíamos en las cuevas y túneles, sabíamos que si salíamos podíamos morir, pero ahora los niños están por la calle y no lo saben”, lamenta.
La tesis más probable es que Kia hubiera confundido la baby bomb, de juguetona estructura redondeada, con una bola de petanca, pasatiempo común entre los jóvenes del país. A pesar del incansable trabajo de las organizaciones de ayuda en Laos para informar en colegios e institutos sobre esta lacra, por Nong Phet –dice la familia– hacía cinco años que no pasaban. Hay medio centenar de víctimas anuales y el 40% son niños. El mismo Bahje arrastra todavía dos cicatrices –una en el pecho y otra en la espalda– del fatídico día en que su tío regaló a los más pequeños algo con lo que jugar que había encontrado en su jardín. Murieron cuatro.
El resto de víctimas, según un informe publicado por el MAG hace diez años, son conscientes de lo que están haciendo cuando deciden coger las bombas. El estudio señala “la pobreza” como motivo principal, y después de haber sopesado “los costes y beneficios potenciales”. “La mayoría funde las bombas para venderlas luego”, explica Bahje. Incluso en su aldea el metal ha ido desapareciendo para dejar paso al común bambú. “Por cada kilo, te dan 25 céntimos. Si encuentras una de las grandes, hasta 130
“Durante la guerra nos escondíamos en cuevas, pero ahora los niños no saben que hay peligro”
Laos convive con más de 80 millones de bombas sin explotar, que aún copan una cuarta parte del territorio EE.UU. invierte dos millones anuales en ayuda, pero gastó 13 diarios en bombardear
euros”, detalla. Pero entre los grupos de riesgo también hay campesinos que simplemente intentan alejar los artefactos de sus tierras, en un 42% de los casos para poder cultivar y en un 43% para evitar que los pequeños los cojan.
Como las mujeres de la casa hmong de Nong Phet, preocupadas ahora por la detonación de un explosivo al último agricultor que alejó un proyectil. Fue en una aldea cercana, justo tres días después de la muerte de Kia. Aunque el hombre ya estaba lejos y sólo le dejó varias perforaciones en la espalda, les aterroriza pensar que otra tragedia pueda suceder –tras haber pagado ya entre 800 y 900 euros en medicinas y tratamientos para los 13 heridos del patio–, mientras lamentan estos gastos inesperados que les han obligado a pedir prestado a parientes del centro de la ciudad. –¿Seguirán yendo a trabajar? –Nos da miedo. Llevamos años encontrando bombas en el campo, pero no habían estallado –¿Qué hacían? –Les poníamos tierra encima, las cubríamos bien para marcar el terreno y después no volvíamos a pisar cerca de allí.
Organizaciones como el MAG trabajan diariamente para erradicar la presencia de explosivos en el territorio, pero su labor pide más tiempo y efectivos.
Estados Unidos lleva años invirtiendo anualmente cantidades que oscilan entre 2 y 2,5 millones de dólares, poca cosa en comparación con los 13,3 millones por día (y 44.000 millones en total) de los nueve años que estuvo masacrando a la gente de la zona.
–¿Ha intentado alguna vez desactivar una?– pregunto a Bahje, cuando me enseña sus estanterías repletas de modelos de bombas.
–Yo no sé cómo hacerlo. Es muy peligroso. Hay gente que lo intenta y muere.
–Pero aquí tiene muchas expuestas... –Gente que sabe lo hace por mí. A veinte metros de su chabola, Jong, un hombre de 90 años, tampoco lo ha probado en su vida. Junto a Bahje, son las excepciones que confirman la regla. De pelo canoso, mejillas hundidas, cuando recibe una pregunta Jong hace un gesto de aprobación seguido de una mirada al costado, como intentando recordar unos años de los que ya no recuerda o no quiere recordar casi nada.
Cuando todo empezó, en 1964, vivía a escasos kilómetros de la frontera con Vietnam. Entonces tenía 30 años, mujer e hijos. Poco antes de que la tierra saltara y la vida se hiciera impracticable, el Gobierno laosiano le había dado la directriz de mudarse a cuevas y túneles. “Nos dijeron que nos escondiéramos y poco después empezamos a oír ruidos estridentes. –detalla–. No podíamos ni hacer fuego porque el humo habría alertado a los aviones y nos habrían bombardeado”. Allí dentro, durante nueve largos años, la vida no fue fácil. Jong perdió a su hermano en una de las salidas al exterior para buscar provisiones alimentarias. “Nos pasábamos el día durmiendo, pero entre las 6 y 7 de la tarde escondíamos a los críos y mujeres en los túneles y los hombres íbamos a buscar el arroz fuera. Eso lo recuerdo muy bien”, explica.
En diciembre de 1975, cuando todo acabó y Laos se convirtió en República Popular, los comunistas del Pathet Lao movieron a su grupo a 40 kilómetros al norte de la actual Phonsavan, la nuevísima capital de provincia, construida en 1970. No le dieron opción. “Estábamos en la frontera y tanto el Gobierno de Laos como el de Vietnam nos controlaba”. Les pagaron “todo” durante tres o cuatro años.
Otros sí pudieron escapar a Tailandia, a la capital de Laos, Vientián (lugar más tranquilo), o a Estados Unidos –compensación de los norteamericanos en Phonsavan a la etnia hmong por el entreno y armamento de más de 80.000 guerreros contra el movimiento comunista. Pero dice sentirse “orgulloso” de haber estado “de la parte del Gobierno”. “Otros se fueron y los asesinaron”, exclama.
–¿No le duele exponer o incluso darle la vuelta a aquello que ha matado a miles de personas de su país? – le comento a Bahje mientras paseamos por los alrededores de la valla que ha diseñado con bombas de dos metros de largo.
–Me entristece –admite–, pero lo hago para que la gente sepa identificarlas, sepa lo peligrosas que son. Todavía hay muchas bombas por aquí.
Hace un año que empezó el proyecto de museo, con entradas por las que cobra el equivalente a 1,25 euros, y aunque sea también un modo de recaudar ante los turistas que se acercan a la aldea, Bahje ha buscado mantener la llama de la memoria, para ayudar a superar el presente y el futuro. Para que el sufrimiento de Jong y otros centenares de miles de familias no quede en el olvido, que no en el rencor.
Porque en Laos ya no hay rencor. Siguen sufriendo, pero no odian. Jong, desde su taburete de madera, dice sentirse “afortunado”. Antes de irme de su chabola, me atrevo a hacerle una pregunta a este hombre que lo ha vivido todo: –¿Odia a los americanos? –Estábamos siempre escondidos, tampoco veíamos quién tiraba las bombas.