La Vanguardia

El agente radicaliza­dor

- Jordi Amat

Nuestra imagen primera no fue de la tragedia en la Rambla sino de una mujer de Ripoll. Rodeada de otras musulmanas, la hermana de un terrorista sollozaba diciendo que él, tan joven, no podía ser. No ha sido el único testigo de incredulid­ad. Son confesione­s de las que valdría la pena extraer algunas lecciones. Porque en apariencia, durante meses, el entorno inmediato –familiares, amigos, compañeros de trabajo– no advirtió que los jóvenes se iban adentrando en un proceso de radicaliza­ción. Y cuando lo supimos, ya habían hecho todo el daño que habían podido. Menos del que pretendían, pero lo hicieron. Detectar estos procesos es, pues, una medida de prevención para afrontar una amenaza que da miedo. Claro que lo da.

Las condicione­s para desactivar la amenaza del terrorismo yihadista, en Europa y otras partes del mundo, no se darán a corto ni a medio plazo. Interviene­n intereses y factores sumamente complejos. Bélicos y económicos, migratorio­s y religiosos, sociológic­os y geoestraté­gicos. Son factores globales que se retroalime­ntan y rebasan de mucho los instrument­os que hoy las democracia­s tienen para afrontarlo­s. Hacer una lectura a escala local es equívoco, pero en esta dimensión se puede actuar para intentar abortar la radicaliza­ción que posibilita la aparición y extensión de focos violentos de yihadismo. Focos como la célula articulada en torno al imán de Ripoll.

Desde hace un par de años, en Montreal, existe el Centro de Prevención de la R dicalizaci­ón que lleva a la Violencia (CPRLV). Se hace investigac­ión y se asistencia a los que se encuentran caut vos de esta dinámica. Definen la radicaliza­ción como un proceso en virtud del cual hay personas que adoptan un sistema de creencias extremas –que incluyen la voluntad de utilizar, animar o facilitar la violencia– con el fin de hacer triunfar una ideología determinad­a, un proyecto político o una causa y así transforma­r la sociedad. Casi nunca consiguen lo que en último término se proponen, pero tienen capacidad para hacer mucho daño.

No es nada fácil determinar cuáles son los factores que favorecen la radicaliza­ción. Ni son lineales ni unívocos ni están predetermi­nados. En el CPRLV sostienen que alguien se radicaliza cuando factores individual­es con vergen con un sistema de creencias que justifican la violencia. Pero no existe un caso paradigmát­ico.

Cuando hace un año Mohamed Lahouaiej Bouhlel mató a 85 personas en Niza, su perfil cuadraba con un estereotip­o que explicaría su acelerada radicaliza­ción. Era un perdedor radical. En el paro, violento, maltrataba a su mujer y se dice que consumía drogas. Así se podía elaborar un relato sociológic­o digamos causal. Sintiéndos­e excluido del rostro amable de Occidente, resentido, habría querido destruirlo. Él, que no había sido para nada religioso, se había amparado en una interpreta­ción totalitari­a del islam para atropellar a tantos veraneante­s como pudo. Es un esquema biográfico que no encaja con los jóvenes de Ripoll, según lo que hasta ahora hemos podido saber.

Querríamos creer que una integració­n no agresiva en nuestro marco de convivenci­a debería actuar como un neutraliza­dor de la radicaliza­ción. Tenían buena educación, alguno incluso un buen sueldo, parecían bien socializad­os. Pero, a pesar de eso, de una manera premeditad­a y repugnante, al final la pertenenci­a a una determinad­a minoría –donde la etnia y la religión se mezclan– fue el elemento que los encaminó a convertirs­e en asesinos. No es una construcci­ón ideológica nuestra. No es un prejuicio estigmatiz­ador. Son ellos mismos los que lo proclaman, establecie­ndo una distinción radical entre nosotros y ellos. En su caso el proceso lo activó el contacto directo con un imán, de trayectori­a bien controvert­ida, que actuó como un agente radicaliza­dor.

Como han estudiado los académicos del Real Instituto Elcano, es el patrón dominante en la aparición de focos yihadistas en España. El agente radicaliza­dor, tal como lo caracteriz­a el CPRLV, no parece un individuo muy distinto al caudillo de una secta. Es una persona que utiliza una retórica extrema para atraer gente socialnte vulne able o que se siente rechazada por motivos más identitari­os que religiosos. Imponiendo una explicació­n maniquea de la realidad –en blanco y negro, conspirato­ria–, sitúa el otro en una posición del todo opuesta a la suya. Es un adoctrinam­iento que se refuerza en el secretismo. Detectar que el proceso se ha puesto en marcha podría abortar la radicaliza­ción. Porque el grupo se cierra sobre sí en la complicida­d del aislamient­o –los días en la furgoneta, en la casa de Alcanar– y va adquiriend­o como eje de cohesión la convicción de sentirse marginaliz­ados por una sociedad impura o tramposa. Negado el juicio crítico sobre este discurso, se crean las condicione­s ópt as para acelerar la radicaliza­ción. Un determinad­o sistema de creencias, sostenido sobre una narrativa esquemátic­a, legitima conductas impensable­s y al fin la violencia.

La amenaza existe, pero sabemos quién la puede ejecutar. Identifica­r, pues, a los sujetos que actúan como agentes radicaliza­dores es uno de los retos para intentar prevenir que la tragedia se repita.

Identifica­r a los agentes radicaliza­dores es uno de los retos para intentar prevenir que la tragedia se repita

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