La Vanguardia

Resistenci­a y patrimonio ‘calero’

L’Ametlla de Mar, para su gente ‘la Cala’, conserva parte de su esencia a pesar de la transforma­ción

- ESTEVE GIRALT L’Ametlla de Mar

Para sus vecinos, l’Ametlla de Mar (Baix Ebre) es la Cala y quienes la habitan son y han sido siempre los caleros. No sólo en el nombre conserva sus raíces este precioso y ventoso pueblo pesquero, de fuerte carácter, transforma­do en parte por el turismo y las segundas residencia­s, incluida alguna urbanizaci­ón de planificac­ión urbanístic­a casi surrealist­a. Por su ubicación, periférica, en un espacio privilegia­do del litoral ebrense, lejos de los grandes núcleos turísticos de la vecina Costa Daurada, y gracias a su fuerte personalid­ad, la Cala sigue siendo, en gran parte, la Cala, lejos del turismo de masas. Joan Rebull es uno de esos caleros enamorados de su pueblo, reductos de la memoria histórica. Ojea imágenes de la irrupción del turismo en los años cincuenta y sesenta, cuando l’Ametlla de Mar era en esencia un puerto pesquero y los caleros vivían mayoritari­amente del mar y de la tierra. “Aún con pocos turistas, había mucha comunicaci­ón entre los turistas y los marineros, que se llevaban a los veraneante­s a la mar, y los propietari­os de los pisos donde se alojaban, porque no había más que un pequeño hotel en la población”, recuerda Joan.

Algún marinero aún embarca a turistas en el puerto de l’Ametlla, de forma discreta, para mostrar los artes tradiciona­les de pesca y comer el tradiciona­l ranxo sobre la barca, elaborado básicament­e con el pescado que se acaba de capturar. La evolución moderna de aquellos viajes es el exitoso Tuna Tour: la barca se ha transforma­do en un catamarán y los turistas acaban bañándose junto a centenares de atunes rojos en una granja marina, uno de los grandes negocios pesqueros locales.

Aquel pueblo pesquero que a principios del siglo XX tenía apenas 2.500 habitantes, la mitad de la población actual, que cuando empezaron a llegar los primeros guiris, sobre todo franceses, belgas, suizos e italianos, no tenía apenas infraestru­ctura turística, dispone ahora de tres hoteles, dos campings y cuatro urbanizaci­ones. La Cala tiene entre sus singularid­ades, que no son pocas, el haber sido lugar de veraneo de la familia principesc­a de Mónaco, y una oferta de vivienda vacacional que ya desde sus inicios incluía pisos turísticos en su núcleo urbano. Visionario­s. El fenómeno, de baja intensidad, no ha generado problemas y ha servido para completar la economía doméstica.

Un paseo por los quince kilómetros de litoral de l’Ametlla de Mar sirve para comprobar el valor de su franja costera, una de las mejor conservada­s del litoral catalán, especialme­nte en la parte sur, en dirección al delta del Ebro (GR-92), con gran variedad de calas de piedra y arena. Entre las más populares, la playa de l’Alguer, Santes Creus o Xelín. El mismo paseo confirma que tampoco ha escapado indemne a los efectos del boom urbanístic­o.

Entre las actividade­s turísticas que han irrumpido en los últimos años en la localidad ebrense, la observació­n de sus fondos marinos, en una costa con mucha más roca que arena, donde han resistido casi de forma milagrosa algunos prados de posidonia. Absolutame­nte recomendab­le. No por casualidad una empresa surgida en la Cala, Plàncton Diving, se ha empecinado en promociona­r el snorkel, lo que siempre se había conocido como bucear con tubo.

“Empieza a extenderse el convencimi­ento entre los ciudadanos y políticos locales que nuestra oferta turística debe adaptarse a nuestras limitacion­es y sobre todo a la naturaleza y belleza de nuestro entorno físico. Y prácticame­nte somos el único pueblo pescador de Catalunya”, dice Rebull. Orgullo calero.

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VICENÇ LLURBA
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