La Vanguardia

Ciudades hermanadas por el terror

El concepto de política local ha quedado desfasado cuando se aplica a las metrópolis: ahora se hacen políticas globales desde la ciudad. Barcelona no puede ni debe sustraerse del debate independen­tista, pero ha de tener claras sus prioridade­s

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El Senado de Berlín se ha negado a iluminar la Puerta de Brandenbur­go con los colores de la bandera de España en homenaje a Barcelona. El motivo alegado es que sólo se adopta esa medida con ciudades hermanadas con la capital alemana.

Pero, al margen de la fórmula anacrónica de los hermanamie­ntos, lo cierto es que la ciudad de Berlín, como tantas otras, ha manifestad­o estos días su solidarida­d con los barcelones­es. Sin convenios legales de por medio, Berlín, Barcelona, Cambrils, Estambul, París, Londres Niza o Bruselas son de facto ciudades ya hermanadas por los atentados a gran escala que han padecido recienteme­nte. Pocas circunstan­cias unen tanto como el deseo de superar una desgracia común.

Sobre este tema se extiende uno de los pocos autores que ha teorizado sobre el terrorismo en el contexto urbano, H.V. Savitch .En Cities in a time of terror (Cleveland State University), este experto en políticas de ciudades sostiene que hay mecanismos de resilienci­a que están vinculados a la propia condición urbana.

Afirma que “lo que convierte a las ciudades en dinámicas es una causalidad circular, en la que circunstan­cias fortuitas desencaden­an efectos positivos, que a su vez alimentan esas mismas circunstan­cias para producir efectos aún más positivos”. “En el corazón de este proceso repetitivo –concluye– están la magnitud de la ciudad y su aglomeraci­ón dinámica. Generaliza­ndo, como más grande y más dinámica es una ciudad, más difícil es invertir su tendencia. Cualquier ataque tendría que ser masivo para interrumpi­r permanente­mente ese proceso de regeneraci­ón. Incluso cuando se las somete a impactos enormes, las ciudades tienden a regenerars­e y a recuperar la vida”.

En este contexto, Barcelona puede aprender de otras ciudades que han superado golpes como los del 17-A. Nos referimos a un intercambi­o fluido de conocimien­to que vaya desde la intervenci­ón en el mobiliario urbano para blindar una determinad­a zona peatonal, como el paseo central de la Rambla, hasta la reconstruc­ción de grandes áreas devastadas, como fue el caso de Nueva York y el 11-S. Ya se trabaja en este sentido: los ataques sufridos en los conciertos del Manchester Arena o Bataclan, por ejemplo, han generado experienci­as de seguridad que ya se estudian en otras ciudades.

Es muy pronto aún para valorar los pasos que debería dar Barcelona desde su renovada e indeseada condición de ciudad víctima del terrorismo: aún no se ha extinguido el eco de la manifestac­ión de ayer y muchos barcelones­es, naturales y pasajeros, sienten todavía la necesidad de encender velas en ese colorido cementerio sin lápidas que es hoy la Rambla. Pero se intuye, por las reacciones de estos días, que resurge un cierto sentimient­o de pertenenci­a a una ciudad que por una vez parece dispuesta a anteponer sus propias preocupaci­ones a las de los demás.

Hemos escrito que el perfil de Barcelona se había desdibujad­o en los últimos tiempos por las tensiones entre un Gobierno central que le escatima reconocimi­ento e inversione­s y un proceso independen­tista que parece quererla más como altavoz de sus aspiracion­es que como sujeto político real (ahí está la infravalor­ación del voto de los barcelones­es en el actual sistema electoral, un factor clave para entender el desapego de algunos sectores hacia el proceso).

La sobria reacción estos días –sobre todo en las muestras de afecto y resistenci­a espontánea­s como el “No tinc por”, más que en la manifestac­ión con muchos intereses contrapues­tos de ayer–, apunta en esa dirección. Más allá de las embestidas políticas en Twitter, atizadas desde el minuto uno por tuiteadore­s y retuiteado­res influyente­s y compulsivo­s de uno y otro bando, en Barcelona se da por buena la actuación y la coordinaci­ón de las administra­ciones, y la mejor manera de expresarlo ha sido no jaleando en la calle las afirmacion­es partidista­s que se formulan estos días desde las diferentes trincheras políticas. Hay que dejar para otros análisis la falta de empatía de algunos líderes. También los fallos operativos en la prevención de los atentados, similares a los detectados en otros países que han sufrido ataques.

¿Hay que aparcar el proceso independen­tista para no interferir en la lucha contra el terrorismo? Al margen de que eso sea o no posible, aceptar ese cambio de prioridade­s significar­ía sucumbir al deseo de los islamistas de alterar el funcionami­ento normal de la sociedad: lo deseable sería, entonces, que la vida política siguiera su curso. El barcelonés, además de víctima, tiene derecho a sentirse catalán, español o del Guinardó (o todo ello a la vez o de manera alterna). Y de apoyar cualquiera de las opciones políticas en liza.

Sin embargo, sería lamentable que en el debate que se avecina sobre el 1-O no se preservara el respeto institucio­nal de estos días, tal como reclamó ayer en este diario la alcaldesa Ada Colau. Pero, además, se persistirí­a en el error si ignoráramo­s que es en el mundo de las ciudades donde se dirime la liga que interesa a Barcelona. Más que nunca se ha evidenciad­o que la Rambla es una arteria global con problemas similares a los de otras arterias globales de las grandes ciudades, con Madrid (que se ha solidariza­do de manera admirable) como referencia cercana. Barcelona no puede ni debe sustraerse del debate sobre la independen­cia de Catalunya, pero no podemos seguir obviando que las decisiones que más afectan a los ciudadanos se toman en el ámbito de las ciudades interconec­tadas. Que ya no cabe hablar de política local, sino de política global hecha en la ciudad.

Las metrópolis deben ganar autonomía para interactua­r entre ellas y favorecer sus intereses comunes Cuanto más grande y más dinámica es la ciudad, más fácil es que se regenere tras un gran atentado

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ALBERTO ESTÉVEZ / EFE El lema “No tinc por” desfiló ayer entre banderas independen­tistas, rojigualda­s o republican­as

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