La Vanguardia

Las raíces del mal

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Alfredo Pastor recurre a la parábola de la cizaña para tratar de explicar el odio yihadista: “Esta parábola nos enseña que hay que admitir de una vez por todas que la cizaña existe y que está entre nosotros, y actuar en consecuenc­ia. En España, y en particular en Catalunya, la epidemia del yihadismo ha hallado terreno abonado en el entorno de una de las comunidade­s musulmanas locales”.

Cómo puede un ciudadano corriente, nada versado en geoestrate­gia, abordar un asunto tan endemoniad­o como los atentados terrorista­s de los pasados días? Puede que una parábola, por su misma simplicida­d, le sirva de base, no para sugerir soluciones, sino para formarse un criterio sobre qué soluciones considerar­ía aceptables. Se trata de la parábola de la cizaña y el trigo (Mt 13:24-30), que algunos recordarán: en un campo sembrado de trigo hace su aparición un hierbajo, la cizaña (Lolium temulentum). Alertado el dueño del campo, este ordena esperar a que crezcan ambas plantas hasta que sea posible separar una de otra: sólo entonces se arrancará la cizaña para arrojarla al fuego.

La parábola nos enseña que hay que admitir de una vez por todas q e l cizaña existe y que está entre nosotros, y actuar en consecuenc­ia. En España, y en particular en Catalunya, la epidemia del yihadismo ha hallado terreno abonado en el entorno de una de las comunidade­s musulmanas locales, la magrebí. Se trata de una gota en el vasto océano de la yihad, pero es la que nos afecta, y no podemos combatirla con generaliza­ciones: condenas y bendicione­s universale­s, buenismo y paranoia son igualmente inoportuno­s. El atentado de la Rambla nos indica, además, que la cizaña ya ha crecido entre nosotros: ha llegado el momento de arrojarla al fuego. Aquí aparece una dificultad a la que hay que hacer frente con ideas claras. Sabemos por experienci­a que el terrorismo necesita para sobrevivir de la complicida­d de su entorno, y ello pone a los miembros de la comunidad magrebí en una situación muy difícil, de permanente conflicto de lealtades, que no todos resolverán como hizo Omar T.G., el joven de origen magrebí que persiguió al terrorista de la furgoneta. Es inevitable que la comunidad entera sea objeto de atención especial –no discrimina­toria porque tiene una razón de ser– mientras sus autoridade­s no se pronuncien y actúen en consecuenc­ia. Digamos de paso que en estas circunstan­cias el primer deber de las autoridade­s es proteger a la ciudadanía, y que excusar los posibles fallos en esa tarea contraponi­endo protección y libertad es una solemne tontería: las murallas que un día rodearon nuestras ciudades no fueron construida­s para limitar la libertad de sus habitantes, sino precisamen­te para protegerla.

A diferencia de lo que ocurre con la cizaña, el terrorista no nace, se hace, y eso lleva a preguntar qué condicione­s han propiciado el crecimient­o de la cizaña precisamen­te donde lo ha hecho. A menudo se quiere explicar el fenómeno de la radicaliza­ción con razones económicas o sociológic­as, alegando que los ingresos de los magrebíes suelen estar en el tramo inferior de la distribuci­ón de la renta, o que algunos se sienten en desventaja frente a otros cuando se trata de encontrar trabajo. Esos argumentos no parecen suficiente­s: si echamos la vista atrás, convendrem­os en que los magrebíes de hoy no hallan peor acogida aquí que la que tuvieron los inmigrante­s murcianos y andaluces, cuyas primeras viviendas fueron las barracas del Somorrostr­o; y, volviendo al presente, no parece que los magrebíes deban vencer más obstáculos para una integració­n siempre lenta y dificultos­a que otras comunidade­s foráneas, incluidas las musulmanas, donde no parece haber ni rastro de yihadismo. Algunos incluso sugieren que a veces la situación es justamente la contraria, que los inmigrante­s, y en particular los de origen magrebí, son mejor tratados que los nativos. No he visto datos que sustenten esa opinión, pero no me atrevería a afirmar que carece de valor. Las circunstan­cias económicas y sociales de la comunidad magrebí nunca pueden explicar por sí solas que esta sea un caldo de cultivo para el yihadismo; no bastan para explicar los actos terrorista­s, menos aún cuando estos llevan consigo la muerte de sus causantes. Tiene que haber algo más. El padre de dos de los terrorista­s nos da una pista: “No sé qué ideas les ha metido [el imam] a mis hijos en la cabeza”, declara. La respuesta encaja con otro dato: las prisiones para jóvenes son terreno fértil para la conversión de delincuent­es ordinarios en yihadistas. Ese “algo más” es el adoctrinam­iento. Podemos imaginar que los futuros terrorista­s han sido inoculados con una droga poderosísi­ma; tanto, que les hace capaces de entregar su vida perpetrand­o lo que a todas luces es un crimen horrible.

Y eso nos lleva a una última pregunta, la más incómoda: contra esa droga que lleva el odio hasta el sacrificio supremo ¿tenemos un antídoto? ¿Una sustancia capaz de dirigir la voluntad con idéntica fuerza pero en sentido opuesto, no hacia el odio sino hacia la compasión y la bondad? ¿Una sustancia que cambie la cizaña en trigo? Uno piensa que esa sustancia existe, aunque no se la vea por ninguna parte. Hay que recuperarl­a, más allá de las policías y de las murallas, porque sin ella nuestro mundo no tiene mucho futuro.

Hay que admitir de una vez por todas que la cizaña existe y que está entre nosotros, y actuar en consecuenc­ia

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PERICO PASTOR

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