El Rey y Puigdemont
Septiembre comenzará con una tremenda aceleración. No hay ningún antiguo trotskista que en estos momentos no esté fascinado por la velocidad de los acontecimientos políticos catalanes. Todo va muy deprisa, pero para seguir comprendiendo el cuadro hay que ofrecer una cierta resistencia a la cinética. El filósofo alemán Peter Sloterdijk escribió hace algún tiempo que, después de la debacle del marxismo, no puede haber pensamiento crítico sin cuestionar la aceleración. (Eurotaoísmo, 2001, Seix Barral) ¡No vayamos tan rápido! Cerremos los ojos, adoptemos la posición del loto y volvamos a visualizar algunos acontecimientos de este verano.
Agosto comenzó con un extraño prefacio, que ahora parece extraído de una de esas inquietantes películas de David Lynch. Aquel delirante asalto a un autobús turístico en Les Corts, reivindicado por Arran, la rama juvenil de la CUP. De haberse producido en una zona patrullada por los Mossos d’Esquadra, podía haber ocurrido una desgracia. Los diarios extranjeros se ocuparon del asunto. Elisabetta Rosaspina, del
Corriere della Sera, me llamó alarmada y tuve que contarle que en Barcelona no se crucificaban turistas en la Diagonal. El debate no era muy distinto del que periódicamente estalla en Venecia o en Florencia. Puesto que una imagen vale por mil palabras, la turismofobia se convirtió en la divisa del verano. Tres semanas después, llegaba la tragedia. Y ahora mucha gente en la ciudad cruza los dedos para que no ocurra como en París, donde el turismo bajó un 5% en el 2016 como consecuencia de los ataques terroristas. (Caída de ingresos de 1,3 millones de euros). Probablemente no se volverá a hablar de turismofobia en Barcelona durante una buena temporada.
Agosto también comenzó con el firme propósito del presidente Carles Puigdemont de mantener a salvo una buena relación con el Rey. Pasase lo que pasase, se debía preservar la cordialidad con el Jefe del Estado. Todos los periodistas que siguen la política catalana conocen ese deseo. Mantener a salvo las relaciones con la Zarzuela. Esa ha sido siempre la consigna de la antigua Convergència, que en el 2012 ya esperaba con ascuas la llegada de Felipe VI al trono, como muy bien deben recordar Artur Mas y Francesc Homs. Los pitidos al Rey en la manifestación del sábado no ayudan a la extensión social del soberanismo, aunque los más excitados crean lo contrario.
La CUP empezó agosto asaltando un autobús turístico y lo concluye denunciando los negocios españoles con Arabia Saudí, en una ciudad enamorada de un club de fútbol que ha vivido su pico de gloria bajo el patrocinio del emirato de Qatar. Entrañables contradicciones barcelonesas. La CUP demuestra un buen dominio de la agenda. No sé si el presidente de la Generalitat puede afirmar hoy lo mismo. Alguna cosa se ha roto y Carles Puigdemont no ha podido evitarlo.
Agosto concluye con flores en los coches de los Mossos d’Esquadra en una Barcelona en la que nunca se ha amado mucho a la policía. Los Mossos ocupan en estos momentos un lugar central en la sociedad catalana. Lograron evitar una matanza en Cambrils, acribillaron a seis terroristas en menos de tres días (¿no se podía haber intentado la captura de Younes Abouyaaqoub en aquella viña de Subirats?), han recibido valiosos elogios de la prensa anglosajona y han sido injustamente cuestionados por una parte de la prensa de Madrid, en el peor momento. En el peor. Esa ofensiva contra la policía catalana es el más grave error que podían cometer los círculos de poder de Madrid durante los sucesos de agosto. No parece que sean muy conscientes de ello.
El hombre fuerte en Catalunnya es en estos momentos el major Josep Lluís Trapero. La gente le para por la calle y le aplaude en los restaurantes. El jefe de la policía catalana es hoy el personaje clave, puesto que en octubre probablemente se hallará ante disyuntivas determinantes. Una presión muy fuerte para un hombre recio, criado en Santa Coloma de Gramenet.
Agosto comenzó con el asalto de un bus turístico y concluye con flores en los coches de los Mossos