Dogmatismo asfixiante
Sergi Pàmies se refiere a la sostenida polarización de la sociedad catalana a causa del proceso soberanista: “La máquina de intimidar funciona y la tensión crece porque las posiciones antagónicas y extremas no han dejado de reafirmarse sin que el espacio intermedio haya encontrado un modo eficaz y convincente de compensar impaciencias, inmovilismos y, sobre todo, intransigencias”.
No es ningún spoiler: el choque de trenes es inminente. El vigor preventivo de las metáforas para describir la naturaleza del conflicto entre la cuenta atrás soberanista y el catenaccio constitucionalista ya no sirve como territorio especulativo y está a punto de convertirse en hechos. La máquina de intimidar funciona y la tensión crece porque las posiciones antagónicas y extremas no han dejado de reafirmarse sin que el espacio intermedio haya encontrado un modo eficaz y convincente de compensar impaciencias, inmovilismos y, sobre todo, intransigencias.
No es equidistancia: es incapacidad para sumarse a unas razones que si no ves claro tampoco puedes compartir. Y no es deseo frustrado de fraternidad porque a estas alturas está claro que entre los protagonistas de la historia hay quien querría retrotraerse a una regresión centralizadora y quien, si pudiera, aceleraría aún más la separación. Más que en hermanos, nos estamos convirtiendo en vecinos insoportablemente desavenidos. Hoy quedan atrás las comparaciones, tanto las marineras que practicaba Artur Mas, como las ferroviarias. Choques de trenes, vías muertas, polizones, catenarias robadas por ladrones de cobre, convoyes condenados a retrasos enfermizos y horarios del siglo XIX para trenes teóricamente de última generación, apeaderos abandonados..., cada uno elegirá su comparación, pero, desde el principio, cuando el arquetípico català emprenyat esbozado por Enric Juliana se transformó en un ilusionado soberanista, me acordé del famoso chiste que contaba mi padre y que yo le pedía que repitiera una y otra vez. A él también se lo había contado su padre y, muy de vez en cuando, yo me atreví a contárselo a mis hijos (soy muy malo con los chistes y, en vez de reír, me miraron con infinita compasión). El chiste (mi padre lo llamaba cuento): el típico aragonés de alpargata, chaleco, faja y cachirulo se pone en medio de la vía del tren, con los brazos en jarra y con una sonrisa antropológicamente tozuda. El tren se acerca. El maquinista se da cuenta de que hay un obstáculo en la vía e identifica la silueta noble y baturra. Activa la sirena de alarma de la locomotora, una, dos, tres veces, sabiendo que, a estas alturas, aunque frene, lo tendrá que embestir. Y, sin moverse, el aragonés le dice: “Chufla, chufla, como no te apartes tú...”.
La finalidad cómica del cuento era subrayar, con simpatía, la tozudez y la actitud de cantante de jotas del protagonista. En todos estos años, en la representación mental que me hacía del chiste, los soberanistas eran el baturro y el tren con el maquinista tocando la bocina era el Estado constitucionalista. Pero en las últimas semanas, a medida que todo ha ido empeorando (y acelerando tras la triste manifestación del sábado y con la llegada de la transitoriedad exprés), el aragonés y el tren son indistintamente unos u otros. Lo que no cambia son la alta velocidad del tren y la inevitabilidad cada vez menos cómica del impacto.
Más que en hermanos, nos estamos convirtiendo en vecinos insoportablemente desavenidos