Inquietud creciente
La falta de garantías democráticas de la que adolece la ley de transitoriedad jurídica elaborada por Junts pel Sí y la CUP; y la amenaza para la paz mundial que supone el lanzamiento de un nuevo misil por Corea del Norte.
AYER publicamos en esta página un editorial titulado “Leyes y legitimidad”, relativo al borrador de la ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república presentado el lunes en el Parlament por Junts pel Sí y la CUP. En él aludíamos al marco del proceso independentista del que emana esta norma; un proceso que ha optado por responder al quietismo del Gobierno con astucias, desoyendo a la mitad de los catalanes y quebrando la ley. Y concluíamos que tal metodología, con clamorosos claroscuros, nubla el futuro del proceso.
Hoy creemos pertinente ahondar y analizar ciertos artículos de la mencionada ley. Porque de su lectura se desprenden consideraciones inquietantes. Al menos para cuantos creen, con el barón de Montesquieu, en la separación de poderes. Es decir, en la división de funciones entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y en la ausencia de injerencias entre ellos como pilar del Estado de derecho, según expone Montesquieu en Del espíritu de las leyes. Básicamente porque, como dejó escrito el pensador y jurista, “cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una misma persona o corporación, entonces no hay libertad”. O, al menos, se dan las condiciones para que los más altos mandatarios del ejecutivo manejen a su conveniencia los poderes legislativo y judicial, o influyan en ellos.
En este sentido, llama la atención en la ley que nos ocupa el título quinto, relativo al poder judicial y la administración de justicia. En el articulado correspondiente se indica que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya se convertirá automáticamente, al entrar en vigor la ley, en el Tribunal Supremo de Catalunya. También que su presidente será nombrado por el de la Generalitat. Y que este actuará a propuesta de una comisión mixta en la que participaría el presidente del Supremo, el conseller de Justícia, cuatro miembros de la sala de gobierno del tribunal y otros cuatro nombrados por el gobierno catalán. No hay que echar muchas cuentas para darse cuenta de que la potestad para elegir la máxima autoridad judicial estaría, según este borrador de ley, en manos del poder ejecutivo.
Igualmente llamativo es el capítulo relativo a la sindicatura electoral de Catalunya, encargada de garantizar la transparencia y objetividad de los procesos electorales o consultivos que vayan a celebrarse aquí. Porque la elección de sus siete miembros se confiaría a una mayoría absoluta del Parlament, similar a la que en los últimos tiempos ha impulsado el proceso independentista pasando el rodillo sobre la oposición, elaborando leyes de tapadillo y tratando de abreviar cualquier trámite de control parlamentario. Aunque, eso sí, invocando de continuo un “mandato democrático” que, aun respondiendo a la mayoría parlamentaria, no atiende al número de votantes no partidarios de la independencia ni, tampoco, a un espíritu democrático abierto e irreprochable. Un Parlamento no es sólo un instrumento de su mayoría: cada diputado restante es también un legítimo representante de la ciudadanía.
Podríamos citar otros aspectos llamativos de la ley o algunas de sus omisiones más flagrantes (la deuda de la Generalitat o el reparto de la deuda con el Estado español, por ejemplo). Pero no se trata de eso, sino de poner en evidencia la determinación de parte que la alienta y su sordera ante cualquier disenso, que mal se compadecen con su título primero : “Catalunya se constituye en una República de Derecho, democrática y social”.