Bélgica nació en la ópera
Hay citas que pasan a la historia por su capacidad para condensar un momento, otras que lo hacen por su carácter premonitorio y algunas, más embarazosas, son recordadas por lo contrario, por lo que revelan de falta de visión. A esta tercera categoría pertenecerían las palabras que Pierre Van Gobbelschroij, uno de los dos únicos ministros belgas del último gobierno del Reino Unido de los Países Bajos, dejó escritas la mañana del 25 de agosto de 1830. “A pesar de algunas emociones, no veo por qué debería entrañar ningún peligro” autorizar la representación de la ópera La Muda de Portici en el teatro de La Monnaie de Bruselas, escribió Van Gobbelschroij. Horas después, los adoquines volaban por los aires lanzados contra los centros de poder holandeses, apuntando a la inminente independencia del país.
No hay registros oficiales de las temperaturas de aquel verano en tierras belgas, pero el ambiente político y social estaba tan caldeado como cualquier mes de agosto más al sur de Europa. El estado tampón concebido por las grandes potencias en el Congreso de Viena tras la derrota de Napoleón cumplía 15 años cuando en la vecina Francia estalló la revolución de Julio. El país no era ajeno a aquellos vientos.
El rey Guillermo I gobernaba por impulsos aquella amalgama de pueblos. Sus a menudo despóticas maneras le valieron el rechazo de casi todos en las provincias del sur. Intentó por ejemplo consagrar el neerlandés como único idioma oficial del Reino, ignorando que la burguesía belga (incluida la flamenca) hablaba francés. Otras veces optaba por dejar escapar vapor político y cedía a las demandas de los ‘quejicosos belgas’ (esa fama llevaban entonces). Es, probablemente, lo que ocurrió con la programación de la obra operística aquel 25 de agosto.
Compuesta por el músico francés Daniel Auber, La muda de Portici narra el alzamiento de un pueblo de Nápoles contra la monarquía española en el siglo XVII. En su estreno, en 1828 en París, provocó inflamadas reacciones patrióticas. La temporada siguiente llegó a Bruselas, con idéntico efecto. Las autoridades prohibieron su representación, pero, coincidiendo con su cumpleaños y las celebraciones del aniversario de su reinado, Guillermo I levantó el veto. Debía ser el broche final de tres días de festejos.
Hay distintas versiones de lo que ocurrió aquella noche en la ópera de La Monnaie. Se sabe que la sala no podía albergar a tantos espectadores y muchos se quedaron fuera. No está claro hasta qué punto la reacción del público estaba orquestada por las fuerzas políticas, pero los historiadores coinciden en la fervorosa comunión que surgió entre los espectadores y la trama operística, la rebelión de Masaniello, un pescador, contra la corona española en 1647. “Mejor morir que vivir desgraciado, ¿qué tiene que perder un esclavo?”, clama el tenor en el segundo acto. Cuando, en el tercero, cantó “¡Amor sagrado a la patria!” y exclamó “¡A las armas!”, el público se puso en pie y coreó sus proclamas patrióticas. “No pudo terminarse la obra”, narra Jacques Isnardon en un libro de 1890 sobre La Monnaie.
A las diez de la noche una multitud se lanzó enfebrecida a las calles llamando a las armas contra Guillermo I. “Viva la libertad”, “abajo el rey”, “muerte a los holandeses”, exclamaban conforme avanzaban los revolucionarios. Hasta ese momento eran principalmente jóvenes y miembros de familias liberales, pero enseguida se sumaron a ellos los habitantes pobres de Bruselas. Amargados por la carestía de los alimentos y la falta de trabajo, se sumaron con gusto a los ataques contra la casa del gobernador holandés, del director político del diario orangista Le National y otros altos funcionarios. Rompieron cristales, arrasaron e incendiaron casas. Saquearon una armería y hasta una tienda de juguetes para hacerse con un tambor con el que guiar la revolución. Al alba, en la calle de la Magdalena, se produjo el primer tiroteo entre revolucionarios y fuerzas del orden. Cayeron los primeros muertos. Al día siguiente, la furia de los manifestantes se dirigió contra las máquinas de las fábricas, responsables a sus ojos de sus penurias.
En La Haya, Guillermo I titubeaba. Enviar el ejército le parecía excesivo. Las fuerzas del orden locales no tenían suficiente músculo. Carecían de munición y hubo deserciones. Los nobles belgas, inquietos por la inseguridad reinante y temerosos por sus propiedades, organizaron su propia guardia ciudadana. Su primer cometido fue restaurar el orden, pero pronto formaron también un gobierno provisional. Las políticas de Guillermo I habían logrado unir en su descontento a liberales y católicos. Esta alianza contra natura fue el germen del futuro Estado belga, más liberal y elitista de lo que la canaille de Bruselas –así era como describía entonces la prensa a las clases desfavorecidas– deseaba cuando se sumó a la revolución. Los belgas pidieron la separación administrativa de los Países Bajos. Guillermo I se negó.
Las grandes potencias optaron por el pragmatismo. Nadie envió tropas en su auxilio. Francia estaba encantada de ver partirse al Estado vecino. Los rusos estaban liados sofocando una rebelión en Polonia. Ingleses y austriacos decidieron que no merecía la pena arriesgarse a otra guerra europea por la cuestión belga. Finalmente, el 23 de septiembre, el rey holandés envió al ejército. Humillado, se retiró a los cuatro días. El gobierno provisional declaró la independencia de Bélgica el 4 de octubre de 1830.
Los Países Bajos tuvieron que adaptarse a su nueva situación. Pasaron de ser una potencia a un país pequeño en territorio y población (entonces, los belgas eran superiores numéricamente). Respaldada por el Reino Unido, Bélgica experimentó un veloz desarrollo industrial. Políticamente, no ha dejado de reinventarse. Es su fórmula para no romperse por “algunas emociones” que flotan en el ambiente.
La ópera narra la rebelión de Nápoles contra la corona española en 1647 Volaron los adoquines, se incendiaron casas, saquearon una armería...