La Vanguardia

Un país nuevo, un Estado peor

- Xavier Arbós X. ARBÓS, catedrátic­o de Derecho Constituci­onal (UB)

Es bueno reflexiona­r sobre la ley de transitori­edad jurídica y fundaciona­l de la república (LTJ), por si sus disposicio­nes pudieran inspirar mejoras en cualquiera de los ordenamien­tos presentes o futuros. Voy a centrarme en dos puntos en los que la comparació­n con la realidad española puede resultar interesant­e: la nacionalid­ad y el Poder Judicial.

La nacionalid­ad determina la ciudadanía y, en consecuenc­ia, los derechos políticos de las personas. Es un asunto importante, y la LTJ comienza por definir la nacionalid­ad de origen. La atribuye a las personas que, con nacionalid­ad española, estuvieran empadronad­as en Catalunya antes del 31 de diciembre. A partir de ahí, el sistema apenas difiere del modelo español. Tienen la nacionalid­ad de origen los hijos de padre o madre con nacionalid­ad catalana. La diferencia, menor, que puede resaltarse es la que afecta a la adquisició­n de la nacionalid­ad para los que no puedan tenerla por razón de origen: mientras la LTJ requiere cinco años de residencia, la normativa española exige diez años, aunque los rebaja a cinco para los ciudadanos de países con especiales vínculos históricos con España (por ejemplo, los iberoameri­canos) y los sefardíes cualquiera que sea su nacionalid­ad. La proximidad entre la LTJ y la configurac­ión de la nacionalid­ad española es obvia, y la LTJ, además, busca calmar las dudas de quienes temen que sea incompatib­le la nacionalid­ad catalana con la española. Explicita que la catalana no exige la renuncia a “la nacionalid­ad española ni a ninguna otra” (art. 9.1). Aunque hay que recordar que las condicione­s de compatibil­idad de la nacionalid­ad española con cualquier otra son decididas soberaname­nte por el Estado español, que puede establecer las incompatib­ilidades que desee.

Si en la regulación de la nacionalid­ad la LTJ crearía un marco sustancial­mente igual, en lo relativo al Poder Judicial me parece que iríamos a peor. La configurac­ión del Poder Judicial en España es criticada por la influencia que ejercen los partidos en los nombramien­tos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Pues bien, la LTJ, a mi juicio, plantea un modelo en que la independen­cia judicial es aún más vulnerable. La clave está en la regulación de la comisión mixta de la sala de gobierno del Tribunal Supremo y del Gobierno de Catalunya (art. 72). Bajo la presidenci­a de quien ostente la del Tribunal Supremo, tiene como vicepresid­ente al consejero de Justicia. Se le añaden cuatro miembros de la Sala de Gobierno, elegidos por ella, y cuatro personas designadas por el Gobierno. Ya hay así una proximidad inapropiad­a entre el ejecutivo y el Poder Judicial, peligrosa para la independen­cia de este si consideram­os que de esta comisión depende el nombramien­to del presidente del Tribunal Supremo, entre otras atribucion­es. Pero es que, además, resulta que dependen del Parlament los nombramien­tos de los presidente­s de las salas en que se divide funcionalm­ente el Tribunal Supremo: los designa por mayoría absoluta la cámara. No hay una intervenci­ón directa comparable en el Consejo General del Poder Judicial. Y cuando interviene­n el Congreso y el Senado para designar ocho de sus veinte miembros, se requiere una mayoría reforzada de 3/5 para que cada cámara designe cuatro. Existe intervenci­ón de los partidos, sin duda, pero al menos deben esforzarse para alcanzar una mayoría más amplia.

La LTJ sería equivalent­e a una constituci­ón provisiona­l, norma suprema y organizado­ra de los poderes del nuevo Estado. Sin embargo, en lo concernien­te al Poder Judicial, empeora el marco institucio­nal de su independen­cia y menospreci­a el consenso necesario en las intervenci­ones parlamenta­rias. ¿Un país nuevo? Quizá. Pero así, sería peor.

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