La Vanguardia

La fiesta mayor pasada

- Julià Guillamon

Entro en la farmacia y veo a dos señoras de aquellas que se sientan en las sillas de las tiendas. Han localizado un par, frente a unas estantería­s con productos de belleza, y hablan con una de las dependient­as que las escucha cordialmen­te: no parece que se vaya a desmayar. Le explican lo estupenda que ha sido la fiesta mayor de este año, a pesar de que el primer día, a causa de los atentados terrorista­s, se suspendier­on todas las actividade­s. Las decoracion­es de las calles ya estaban montadas y algunas eran preciosas. Le explican el efecto soberbio de la Travessia de Sant Antoni. “Era un pueblo de montaña, reproducid­o con todo detalle –dice una–. Frente a las fachadas había otra fachada postiza, de piedra. En cada local había una falsa tienda: en una simulaban que alquilaban esquíes, en la otra que vendían quesos”. “Había un telesilla y un cañón de nieve –sigue la otra–. Y una iglesia románica, con el ábside, con imágenes de santos, que eran los propios vecinos, e incluso un campanario”. A mí también me gustó mucho la decoración de la Travessia de Sant Antoni. Sobre todo porque cuando la montaban, y sólo se veían hilos, cuatro maderas y unos cristales de colores hechos con celofanes, no parecía que sería tan buena. Te sentías en un pueblo del Pirineo: sólo faltaba que te pasara un reguero de agua entre los pies e ir pisando boñigas de vaca. También me gustó una jirafa que sacaba la lengua en la calle Verdi, los dientes de un dragón que eran huesos de sepia en la calle Maspons, la metamorfos­is de unos gusanos de botella de PVC en mariposas de papel de seda en la calle Jesús, y el Partenón que construyer­on en mi excalle, Luis Antúnez, con los funcionari­os del FMI trasquilan­do a los griegos.

Quim Monzó tiene un cuento sobre un tipo que entra en un bar y explica que ha llegado el circo: lo cuenta con tanta capacidad de ilusión que los clientes salen corriendo a verlo. Al final, incluso el amo baja la persiana metálica y les sigue, aunque sabe perfectame­nte que no hay ningún circo. Esa es la gracia de los grandes narradores y de los grandes receptores de historias. No es el caso de la farmacéuti­ca, que tiene una pinta de alelada amable, porque las dos señoras –que están guapas pero son mayores– deben de hacer gasto. Se ve de lejos que no perdería ni un minuto en visitar aquel pueblo de montaña de mentirijil­las. Acaba de volver de vacaciones, de una selva de verdad o de un pueblo de montaña con boñigas auténticas, y toda esta monserga de la fiesta mayor la aburre soberaname­nte.

Salgo a la calle con una bolsita llena de cajas de Lioresal, Ibuprofeno, Tramadol, Paracetamo­l, Leviterace­tam y Paroxetina, y me sorprende al girar la cabeza hacia la calle Verdi no encontrar la jirafa, ni el elefante que la acompañaba con la piel cosida con retazos de vaqueros. Tardan días en montar los decorados y una noche en desarmarlo­s. Entonces pasa como con las buenas películas: las imágenes que te han impresiona­do vuelven a la memoria al día siguiente. Cada día que pasas por la calle ves la jirafa y el elefante, el ábside y el campanario. Me parece que voy a cambiar de farmacia.

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