La belleza de lo monstruoso, según Del Toro
‘La forma del agua’, del cineasta mexicano, cosecha una ovación enorme
Lo otro, lo diferente. Todo eso que nos angustia, nos amenaza o nos produce estupor. Los monstruos, o sea. Guillermo del Toro sabe que hay monstruos que en realidad no lo son. Son simplemente eso: lo otro. Y luego están donde residen los monstruos de verdad, los monstruos para adentro. Ocultos hasta que te miran de cerca. El cinismo de los hipócritas, sin ir más lejos. Capaz de convertir los prejuicios en terror. La forma del agua habla de la belleza de la monstruosidad y, a la vez, del horror de lo aparentemente normal.
Estamos ante una maravillosa fábula sobre el terror romántico y su envés triste, el horror. Es una pieza de orfebrería cinematográfica, hermosa y sentida, en el que Guillermo del Toro ha puesto lo mejor de sí mismo para conjugar, como un maestro, todas las formas de la monstruosidad y poder hablar de lo que le interesa: de la compasión. Y del amor. “Elegir el miedo sobre el amor es un desastre”, dice el director. “La forma del agua es como un antídoto contra el cinismo”, añade.
“Me parece que cuando hablamos de amor lo hacemos de una forma desesperada, sin convicción. Quizá porque tememos parecer ilusos o ingenuos. Pero el amor es real y, como dijeron los Beatles y Jesús, ambos a su manera, es todo lo que necesitamos. Cuando mantienen opiniones diferentes yo me decanto por los Beatles. Pero en esto, coinciden completamente,”, bromea Del Toro. “¿No van a estar equivocados, no?”.
El filme de Guillermo del Toro cosechó, en su primera proyección en Venecia, una ovación como todavía no se había oído en este certamen.
En su conjunto resulta una puesta al día de la leyenda de La bella y
la bestia situada en los Estados Unidos de los primeros años sesenta, los tiempos de la obsesión comunista y la guerra fría. Tiene el filme, en su punto de partida, el aire de una fábula triste, con imágenes de una fatalidad melancólica. Sobre todo cuando se centra en la vida cotidiana de su protagonista, Elisa, una mujer que no puede hablar, interpretada con sentido de la maravilla por Sally Hawkins.
Sus imágenes están dotadas de unos colores subidos de tono, donde nada es gratuito. De una precisión exquisita y un aire antiguo –y por lo tanto, irreal– que nos instalan confortablemente en el territorio de la fábula. Allí donde la soledad de Elisa, empleada de mujer de la limpieza en un laboratorio militar, se hace evidente en maravillosas imágenes.
“Los años sesenta son perfectos para hablar de ahora mismo. El filme se sitúa en el pasado pero habla de hoy. Era aquella una época llena de esperanza en la ciencia y de promesas de un mundo mejor. Pero también un momento lleno de monstruos, como el racismo y el sexismo, y también el clasismo. Con el asesinato de Kennedy el sueño muere, y con los años cristaliza en eso que ahora llaman hacer
América grande otra vez. En realidad, el sueño es hacer grande, bueno, a un solo tipo de americano. Lo ‘otro’, lo diferente, es visto como un monstruo”, explica Del Toro, que añade: “Créanme, como mexicano, se lo que es que te miren como algo diferente”.
En ese laboratorio militar, Sally se encuentra con la criatura sin nombre. Una bestia anfibia maltratada y desvalida. Y con su carcelero, tenaz y cruel, un personaje desmesurado, como el mismo filme. Michael Shannon lo interpreta con su habitual dominio de la maldad, poseído por todos los prejuicios posibles. Otro personaje fundamental es la compañera de Sally, en manos de Octavia Spencer. Y como cómplice, incluso en su soledad, el vecino amigo, en manos de Richard Jenkins. Puede que parte del presupuesto se haya ido en el diseño del monstruo, pero el mejor efecto –especial o no– del filme recae en los intérpretes, carnales y mágicos a la vez.
“La criatura no tiene nombre porque encarna muchas cosas: es como aquel ser extraño que cae en las vidas de la familia de Teorema, de Pasolini. De hecho, toda la película es un poco Teorema con un pez, rodado a la manera de un melodrama de Douglas Sirk. Yo digo que es mi película francesa”, añadió Del Toro. “Porque está enamorada del amor y está enamorada del cine”.
“Los cuentos de hadas nacen en tiempos de grandes desdichas y necesidad”, destacó el director. Sólo hay que mirar la leyenda de Hansel y Gretel, esos dos hermanos abandonados a su suerte porque sus padres no pueden alimentarlos. Los personajes de las fábulas son ideas, conceptos, y son emociones a la vez. “Hay una versión dominante de La bella y la bestia que no me gusta nada, puritana y remilgada en partes iguales. En mi versión, los personajes follan”, dijo del Toro. “Rodado con buen gusto, de manera orgánica, sin buscar el escándalo ni ofender a nadie. Pero follan. El deseo y el cuerpo están presentes. Deben estar presentes. Otra cosa me hubiera parecido hipócrita”, afirmó el director.
Vuelve Del Toro por sus fueros, pues, como en buena medida vuelve Paul Schrader, autor de guiones clásicos como Taxi Driver y Toro
salvaje, ambos dirigidos por Scorsese, y autor de películas propias en la memoria de todos, como American gigolo o la personal Mishima, sobre el escritor japonés suicidado, una extraña poética de la desesperación. De hecho, la desesperación es la cuerda que Schrader ha sabido tocar como ninguno en el cine contemporáneo, y que vuelve a teñir con afán de maestro en este First reformed presentado en Venecia. “Cuando era joven escribí acerca de la vida espiritual pero nunca pensé que acabaría por hacer una película sobre esto”, dice Schrader.
Efectivamente, la espiritualidad y su envés, la duda religiosa, ocupa el centro del drama de un sacerdote, interpretado con rara convicción por Ethan Hawke, que duda de su propia fe.
Y vuelve la argentina Lucrecia Martel, pero de otra manera. Deja sus electrizantes, incluso en su tiempo lento, aproximaciones a la burguesía de la zona de Salta, al norte de Buenos Aires, de donde Martel es originaria, y se adentra nada menos que en la conquista de América. Zama, fuera de concurso, es la adaptación de la novela de igual título de Antonio di Benedetto, primer largo de Martel en diez años, tras la impresionante La mujer sin cabeza. Ahora el paisaje es mas amplio: la historia, nada menos. Pero su foco es el mismo: Martel mira a un hombre atrapado que, a su vez, mira, y desespera, sentado al borde de su propio abismo. Y la mayor parte del tiempo no pasa nada. La espera y poco más.
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