Inmigración y sueño americano
DONALD Trump, presidente de Estados Unidos, tomará hoy una decisión que puede significar el fin del sueño americano para unos 800.000 jóvenes. Trump decidirá si anula el programa DACA, impulsado por su antecesor Barack Obama en el 2012, mediante el cual se amparaba a jóvenes inmigrantes sin papeles. Si Trump opta por desproteger a este colectivo, se abrirá probablemente una prórroga de seis meses, a la espera de que el Congreso ratifique la decisión. Pero, si al fin Trump se saliera con la suya, la aventura norteamericana de los llamados dreamers –soñadores– terminaría de modo abrupto: se verían obligados a abandonar un país que ha sido el suyo desde que llegaron a él, siendo menores.
Los principales damnificados de esta decisión son, obviamente, quienes pueden llegar a sufrir en carne propia sus consecuencias. Ante ellos, que arribaron a EE.UU. de modo involuntario, de la mano de sus padres, que han asimilado su cultura y hablan su lengua de corrido, se alza ahora la amenaza de la deportación. Entre todos los millones de inmigrantes que Trump amenazó expulsar mientras hacía campaña electoral, este colectivo integrado por los dreamers es, probablemente, el más desprotegido. También el que reúne mayor potencial profesional y académico. Y, por tanto, el que más podría aportar a su país de acogida. Ese es el colectivo del que Trump parece querer deshacerse.
Dicho esto, los dreamers no serían los únicos perjudicados por una decisión que podría llevar a su expulsión de Estados Unidos. También se vería perjudicado el propio país, debido a unas políticas que muestran la faceta más sombría e insolidaria de Trump. Además de sus anuncios de deportaciones y muros hechos a lo largo de la campaña, Trump ha incurrido recientemente en otras actitudes de tinte xenófobo. Como, por ejemplo, su reacción supuestamente equidistante ante los hechos racistas de Charlottesville. O el indulto que concedió al sheriff Joe Arpaio, caracterizado por su actuación implacable contra los inmigrantes.
La inmigración es un fenómeno antiguo. El inmigrante no suele abandonar su hogar por capricho, sino por necesidad perentoria. Es tan cierto que las sociedades deben poder controlar los flujos de emigrantes, cuando su volumen las aboca al colapso, como que los grandes países, EE.UU. sin ir más lejos, han crecido acogiendo a personas procedentes de incontables rincones del mundo. Y también lo es que los grandes países lo son, además de por su pujanza económica o su proteccionismo, por el afán de justicia, de tolerancia y de compasión que distingue a sus gobernantes.