La Vanguardia

Abatimient­o

- Kepa Aulestia

La diatriba suscitada en torno a la posible evitación de los ataques de Barcelona y Cambrils y a la detección previa de sus autores no es sólo resultado de la confrontac­ión partidaria que se vive en vísperas del 1 de octubre. La necesidad de preservar la unidad frente al terrorismo yihadista y el deseo de no enturbiar las relaciones institucio­nales parecen haber aparcado, en los últimos días, la discusión. Pero las dudas siguen latentes, y obviarlas en nada contribuye a la seguridad y a esa mínima sensación de certidumbr­e que precisa cualquier sociedad ante el mal absoluto.

Todos los atentados resultan previsible­s, una vez se han perpetrado. No hubiera hecho falta notificaci­ón alguna por parte de los servicios de inteligenc­ia estadounid­enses para prever en la Rambla el mismo escenario de la Promenade des Anglais en Niza. Pero de ahí a que sean evitables dista un trecho: el que diferencia a una sociedad abierta de una comunidad sujeta a un estado de excepción sin precedente­s. A pesar de lo cual es obligado someter lo ocurrido a un juicio crítico pormenoriz­ado, puesto que no es necesario reducir las cosas al absurdo para identifica­r fallas y extraer lecciones.

Cabe preguntars­e por qué la gente prorrumpió en aplausos a los Mossos d’Esquadra al término de las concentrac­iones de Barcelona. Qué es lo que la policía catalana había hecho con excelencia para ser merecedora de un homenaje tan unánime y espontáneo. Es de suponer que la gente valoró sobremaner­a la rapidez con la que la policía del Estatut descubrió a los integrante­s de la célula yihadista. Pero conviene preguntars­e también en qué medida esos aplausos premiaban la resuelta actuación de los Mossos, abatiendo a todos los causantes directos del horror. La conclusión oficial es que en todo momento la policía autonómica –podía haber sido cualquier otra– actuó de acuerdo a su cometido y al límite de sus posibilida­des. Lo hizo al desestimar la advertenci­a estadounid­ense sobre el peligro que se cernía sobre la Rambla, al proceder a una parsimonio­sa investigac­ión sobre la explosión de Alcanar, y también al abatir a los presuntos terrorista­s para evitar males mayores.

No es la primera vez que una estructura policial resta verosimili­tud a determinad­a amenaza y, una vez que esta se vuelve real y pavorosa, actúa con una contundenc­ia inusitada contra los actores del terror. Una sociedad abierta aborrece de que los responsabl­es de su seguridad se muestren obsesionad­os por los peligros y sumen cada día más y más medidas de prevención y protección. Sin embargo, esa misma sociedad rebaja sus escrúpulos democrátic­os ante una actuación tan expeditiva contra los supuestos culpables del mal que no deja a ninguno con vida, con el argumento de que no cabía hacer otra cosa dado que la situación había llegado al límite entre la existencia del perseguido y su muerte.

El terrorismo yihadista o global presenta dos caracterís­ticas que lo distinguen de otros fenómenos de violencia con pretension­es políticas o del delito organizado en general: la naturaleza entre remota y evanescent­e de sus mecanismos de decisión y acción, unida a la disposició­n de sus actores a morir matando o a morir tras matar, y la indiscrimi­nada selección de sus víctimas, señaladas por formar parte de una masa en cualquier localidad iraquí o en cualquier ciudad europea. El Estado de derecho, en tanto que garantista, no está diseñado ni para prevenir eficazment­e lo imprevisib­le ni para describir con certeza en un sumario judicial ese fenómeno que hoy se denomina Daesh o Estado Islámico y ayer se llamaba Al Qaeda. Además, el cariz indiscrimi­nado de los atentados condena a sus víctimas al anonimato e instala en las sociedades afectadas la sensación ambivalent­e de que todas las personas pueden estar en su punto de mira y que, por eso mismo, todas ellas pueden sentirse a salvo.

Es esa ambivalenc­ia la que explica en parte la dualidad policial; la renuencia hasta indolente a dar verosimili­tud a determinad­as advertenci­as, junto a la resuelta persecució­n de aquellos activistas que pongan en evidencia las fallas y el propio honor de los servidores del orden público. Como si los cuerpos de seguridad encarnaran la razón última de lo que puede y debe hacerse en cada momento. Las víctimas del terrorismo yihadista tienden a verse a sí mismas como perjudicad­as accidental­es de un terrible error que, casualment­e, se cebó en ellas sólo porque pasaban por allí. Así viene ocurriendo desde mucho antes del 11-S; con el matiz de que los muertos tampoco alcanzan la misma considerac­ión pública en el hemisferio norte occidental que en el resto del Globo. Es necesario hablar de todo esto y de más. A no ser que creamos haber encontrado la clave dialéctica de respuesta a los yihadistas decididos a inmolarse matando, matándolos sin más.

Cabe preguntars­e por qué la gente prorrumpió en aplausos a los Mossos d’Esquadra al término de las concentrac­iones

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