La Vanguardia

Crisis de Estado

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El Govern firmó ayer la convocator­ia del referéndum del 1-O al final de un pleno caótico. En el Parlament se produjo un intenso forcejeo reglamenta­rio entre los partidos de la oposición y la mayoría independen­tista, que impuso la aprobación de la ley que proclama la soberanía catalana y regula la celebració­n del referéndum de independen­cia. Un total de 72 diputados votaron a favor, 11 se abstuviero­n y los 52 restantes mostraron su rechazo con su ausencia.

ANTES de someterse el proyecto de ley a discusión, por el procedimie­nto de urgencia modificado en fecha reciente por la mayoría parlamenta­ria independen­tista, el secretario general del Parlament, Xavier Muro, y el letrado mayor, Antoni Bayona, advirtiero­n a la presidenta de la Cámara que la tramitació­n de las denominada­s leyes de “desconexió­n” (ley del Referéndum y ley de transitori­edad jurídica) colisiona con recientes sentencias del Tribunal Constituci­onal. La presidenta no quiso proceder a la lectura pública de este escrito, pese a la petición de la oposición.

Tensa, confusa y convulsa, la sesión parlamenta­ria fue un claro reflejo de la división política y social que suscita la aventura que han decidido emprender los partidos de programa independen­tista (PDECat, ERC y CUP), formacione­s que lograron sumar la mayoría absoluta de los escaños en las elecciones de septiembre del 2015, gracias a los premios territoria­les de la vieja ley electoral vigente, sin superar la prueba plebiscita­ria a la que ellos mismos habían decidido someterse. El independen­tismo tiene 72 diputados en el Parlament pero se quedó por debajo del 50% en votos. Se prometió una independen­cia low cost y no se logró superar el plebiscito. En lugar de admitir esa realidad, los líderes de la coalición Junts pel Sí, recelosos los unos de los otros –si Artur Mas no admitía que el plebiscito no se había superado, tampoco podía hacerlo Oriol Junqueras–, optaron por la fuga hacia adelante, quedando en manos de la CUP, que con sólo diez diputados y 337.000 votos, pasaba a controlar la agenda política catalana. Ese es el origen más inmediato de la actual situación. Esa es una de las claves del lamentable espectácul­o de ayer en el Parlament.

La fragmentac­ión política del país ha vuelto a quedar de manifiesto. No se puede imponer un programa de ruptura sin una inequívoca mayoría social. (Y en el caso de poseer una inequívoca mayoría social, los procedimie­ntos tampoco podrían ser los adoptados ayer). No se puede salir al abordaje de la Constituci­ón de un Estado miembro de la Unión Europea con una sociedad partida en dos. No se puede imponer la aprobación de una ley que en la práctica cancela el Estatut, sin apenas margen para la deliberaci­ón y la enmienda. Si un nuevo Estatut pide una mayoría de dos tercios para su aprobación, su cancelació­n no se puede adoptar por mayoría simple, mediante un trámite exprés. No se puede tratar a los partidos de la oposición con el desdén que caracteriz­a a algunas de las democracia­s precarias del antiguo glacis soviético. No se puede aplicar la ley del embudo en un Parlamento de la Europa democrátic­a. Menguados sus derechos ante la deliberaci­ón más importante desde la reapertura del Parlament en 1980, los diputados de la oposición recurriero­n al obstruccio­nismo. ¿Qué otra cosa podían hacer? La institucio­nalidad catalana quedó ayer gravemente herida. La presidenta Carme Forcadell demostró no estar a la altura de los acontecimi­entos. Convocada la votación, los diputados de Ciudadanos, PSC y Partido Popular abandonaro­n el hemiciclo.

El Consejo de Ministros se reunirá hoy para interponer un recurso de inconstitu­cionalidad. Con toda probabilid­ad, el Tribunal Constituci­onal declarará nula la votación del Parlament antes de que concluya la semana. El Govern de la Generalita­t y la mayoría parlamenta­ria que le acompaña ya han anunciado que desobedece­rán al Tribunal Constituci­onal –así lo confirmaba el presidente Carles Puigdemont en una entrevista publicada en La Vanguardia el pasado domingo– y en los próximos días intentarán poner en marcha los dispositiv­os logísticos necesarios para que el referéndum se pueda llevar a cabo el próximo 1 de octubre.

A la espera de posteriore­s decisiones del Consejo de Ministros y del Tribunal Constituci­onal, el Tribunal de Cuentas se dispone a exigir una fianza de cinco millones de euros al expresiden­t Artur Mas, a tres exconselle­rs y a siete altos cargos de la Generalita­t por los costes económicos de la consulta del 9 de noviembre del 2014, en su día declarada inconstitu­cional. La ampliación de responsabi­lidades a los altos funcionari­os puede leerse como un claro aviso a quienes en los próximos días y semanas incurran en desobedien­cia. En este contexto va a tener lugar el próximo lunes la celebració­n del Onze de Setembre. En este contexto, también, la sociedad catalana sigue de luto por los atentados del terrorismo islámico en Barcelona y Cambrils, de los que todavía no se ha cumplido un mes. Estamos ante una situación muy delicada.

Estamos ante una grave crisis de Estado. En tiempos pretéritos, un siglo atrás, ochenta años atrás, estaríamos probableme­nte bajo estado de excepción. El 6 de octubre de 1934, hace ochenta y tres años, cuando el presidente Lluís Companys salió al balcón de la Generalita­t para proclamar “l’Estat català dins la República federal espanyola”, el Gobierno de la República proclamó el estado de guerra. Companys no efectuó una proclama estrictame­nte independen­tista, puesto que anunciaba un Estado catalán dentro de la República federal española, entonces inexistent­e, en un contexto de alta tensión por el auge del fascismo en Europa. Companys y casi todo su gobierno acabaron en la cárcel. Afortunada­mente, aquellos tiempos quedaron atrás. Vivimos hoy en una sociedad más abierta, protegida por la malla de la Unión Europea. En este sentido será muy importante conocer en los próximos días el criterio de la Comisión Europea sobre los acontecimi­entos de esta semana en Catalunya.

Lo sucedido en el Parlament daña gravemente la institucio­nalidad catalana. Y la institucio­nalidad –pulcritud, respeto a las normas y procedimie­ntos, respeto a la minoría, amor por las formas– es fundamenta­l. Institucio­nalidad es poder. Esa fue una de las grandes lecciones de Josep Tarradella­s hace ahora cuarenta años. Catalunya no se aproxima a la dictadura. Catalunya se halla en un trance político muy complicado, del cual dependerá la evolución política de toda España. Hay un gran enfado y descontent­o en la sociedad. Hay un fuerte deseo de autogobier­no, que el independen­tismo no ha logrado transforma­r en una mayoría absoluta de sufragios. Los acontecimi­entos de ayer dañan la institucio­nalidad catalana, dejan a la intemperie a la mitad de la sociedad, debilitan la causa de Catalunya en los debates públicos, empañan la imagen del país en Europa y debilitan al propio independen­tismo. Ese no es el camino.

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