La Vanguardia

Y un último souvenir estival

- Quim Monzó

En una de las mesas de mármol del café de la Sociedad un señor con gafas desayuna y lee un libro: La mujer que mira a

los hombres que miran a las mujeres ,de Siri Hustvedt. Todo sería silencio si no fuese porque el televisor está conectado a una emisora de música latinoamer­icana: música latina tenemos que llamarla ahora, como si los habitantes del Lacio se hubieran reencarnad­o y nos machacaran a golpes de reguetón.

Entra un hombre gordo como un verraco que, cuando ve al señor que lee la novela de Hustvedt sonríe, no porque Hustvedt o la novela en cuestión le despierten ningún tipo de interés sino porque intuye que ha encontrado a la persona que necesitaba para charlar un rato. ¡Es tan aburrido ir al bar y no dar la tabarra a nadie! Se acerca, se sitúa delante de la mesa (privando así de la claridad que llega del exterior al hombre que lee) y le pregunta: –¿Qué? ¿Qué pasará? El hombre que lee levanta la cabeza de las páginas y le pregunta: –¿Qué pasará de qué? –De la situación... –¿De qué situación?

–Hombre, ¡de la política! ¿De qué va a ser sino? –Yo qué sé... No entiendo de política. –Pero, hombre, usted que está en un diario, bastantes más cosas debe saber que nosotros, que vivimos aquí, olvidados de los medios de comunicaci­ón de Barna... –No tengo ni idea, francament­e. Silencio durante un rato. El señor que lee La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres de Siri Hustvedt vuelve a meter la cabeza entre las páginas, ver si al otro le queda claro que no tiene ganas de cháchara. Pero el hombre gordo como un verraco no se va. Sigue delante suyo, observándo­lo. Pasan un montón de segundos, un minuto, dos minutos... El hombre que lee continúa con la cabeza agachada y, cuando ha acabado la página que leía, pasa a la siguiente. Eso activa la inventiva del hombre verraco:

–¿Quiere que le diga qué pienso? –sin esperar respuesta continúa–: pues que se están embolsando nuestro dinero para, ahora, cuando en octubre las cosas no vayan como creían, largarse al extranjero. Ya deben tener cuentas corrientes ahí.

El hombre que lee levanta la cabeza de la novela y lo mira: –¿A quién se refiere? –Hombre... A Mas, Puigdemont y toda la patulea –el de las gafas vuelve a bajar la vista hacia el libro, pero al otro no le parece bien que lo haya dejado sin respuesta–: ¿no está de acuerdo?

Pasan minutos. El hombre verraco continúa frente a él. Finalmente abre la boca:

–Claro. No se quiere mojar, ¿verdad? El diario donde trabaja debe cobrar subvencion­es de los separatist­as, ¿verdad?, y les da miedo perderlas. Por eso callan. Y luego se hacen llamar intelectua­les –con voz a duras penas perceptibl­e musita una última palabra–: gentuza...

Hoy, quien entra al café de la Sociedad es un hombre gordo como un verraco

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