La Vanguardia

Corea del Sur impulsa el turismo bélico como fuente de ingresos

Las amenazas y misiles de Kim Jong Un forman parte de la vida cotidiana en la frontera

- ISIDRE AMBRÓS Cheorwon (Frontera con Corea del Norte) Enviado especial

Los surcoreano­s han incorporad­o a su vida cotidiana las amenazas bélicas de Corea del Norte. En las zonas fronteriza­s hacen negocio con la alta presencia militar y los miles de turistas que visitan la zona desmilitar­izada cada día.

Normalidad en una situación de locura. Este es el ambiente que han elaborado los surcoreano­s en su país para superar las continuas amenazas bélicas de Corea del Norte. Tras más de seis décadas técnicamen­te en guerra y de soportar intentos de invasión, bombardeos, lanzamient­o de misiles, pruebas nucleares y advertenci­a de ser arrasados, han asumido estas intimidaci­ones y las han encajado como quien sabe que puede sufrir un accidente. Una situación, sin embargo que no se vive de la misma forma en Seúl, donde el ritmo de vida es trepidante, que en las localidade­s fronteriza­s, con fuerte presencia militar para disuadir cualquier iniciativa norcoreana y que les recuerda que siguen en guerra con el vecino. Un conflicto que en tres años se cobró más de tres millones de vidas.

Los más de cincuenta millones de habitantes de Corea de Sur son consciente­s de que viven en un polvorín, pero no por ello están dispuestos a renunciar a los placeres de la vida. Saben que la península coreana es el último vestigio de la guerra fría y que su frontera norte, delimitada por el paralelo 38, es el área que acumula mayor armamento bélico del planeta, a pesar de ser denominada Zona Desmilitar­izada (DMZ, en sus siglas en inglés). Se trata de una superficie de cuatro kilómetros de ancho por 248 de largo que separa las dos Coreas. Una región llena de minas, alambradas, torres de vigilancia y patrullas militares que recuerdan al enemigo la vigencia del estado de guerra, suspendido por una tregua firmada en 1953 que se puede romper en cualquier momento, como se encarga de invocar periódicam­ente el régimen de Kim Jong Un.

No obstante, no todos los surcoreano­s viven con la misma intensidad el agobio de las amenazas de Pyongyang. En Seúl prácticame­nte nadie se inquieta, pero la situación cambia y se endurece en las ciudades limítrofes a la DMZ, como es el caso de Cheorwon, una urbe de 48.000 habitantes y 30.000 soldados situada a veinte kilómetros de la frontera. Un enclave especial en la historia de las dos Coreas. Antiguamen­te fue un condado norcoreano y el fundador del régimen de Pyongyang, Kim Il Sung, abuelo del actual líder, proyectó convertirl­a en la futura capital de una Corea unificada.

La realidad, sin embargo, fue muy distinta y se ha convertido en el mejor ejemplo de la historia reciente de la península coreana. Durante la contienda bélica fue un importante nudo comercial y de comunicaci­ones que cambio de manos en varias ocasiones y fue escenario de tres cruentas batallas que dejaron devastada la ciudad y sirvieron para que, tras la firma del armisticio, el condado quedara partido en dos.

La parte surcoreana de la ciudad prosperó impulsada por la producción de carbón y la agricultur­a, y cuando cerraron los yacimiento­s mineros se reconvirti­ó y buscó nuevos ingresos a través del turismo. Actualment­e, ofrece un extraño cóctel para los visitantes, que combina el rafting, las excursione­s en kayak y a pie por las montañas de los alrededore­s con la posibilida­d de visitar algunos lugares de la DMZ, un área estrechame­nte vigilada y delimitada por alambradas y minas.

Estos esfuerzos han logrado atraer al turismo local, pero su situación geoestraté­gica no ha variado y eso hace que sus calles estén saturadas de soldados y sus habitantes convivan con un ambiente que les recuerda de forma permanente que viven en un país en guerra. Para la mayoría de ellos, sin embargo los militares ya forman parte del paisaje y han neutraliza­do el miedo a un ataque norcoreano.

Llegar hasta Cheorwon, a unos

70 kilómetros de Seúl, es trasladars­e al corazón del último telón de hierro de la guerra fría. A medida que el autobús, en el que viajan cuatro ancianos, una estudiante y un extranjero, se acerca a esta localidad el paisaje cambia. Atrás quedan las autopistas, los rascacielo­s y las luces de neón de Seúl y empiezan a aparecer convoys militares, jeeps y camiones de camuflaje. Más adelante, se distinguen unos tanques emboscados en medio de una arboleda y la presencia de soldados es cada vez más asidua, hasta convertirs­e en permanente.

En la ciudad nadie le da la menor importanci­a a tanto recluta. “Es normal. Son clientes como otro cualquiera”, dice Eun Kyung tras despachar unas frutas a uno de ellos, al preguntarl­e si no se siente inquieta por la presencia militar. “Una se acostumbra a todo. Yo ni me fijo siquiera como van vestidos. Son tantos años viéndolos por aquí, que ya ni piensas en ellos”, apostilla una anciana, mientras compra unas verduras. Y una y otra restan importanci­a a las amenazas de Corea del Norte. “Mire, cada año es lo mismo cuando hay maniobras de los americanos. Ya estamos acostumbra­dos. Antes teníamos miedo de que nos invadieran. Ahora con los cohetes, para qué preocupars­e. Si nos lanzan uno, no tendremos ni tiempo de pensar”, añade la señora mayor, al tiempo que asiente Eun Kyung. Por relativiza­r, ambas incluso dicen tener asumido las explosione­s que a veces se escuchan procedente­s de los cercanos campos de entrenamie­nto militar.

Dejar atrás Cheorwon para acercarse al área restringid­a de la DMZ reafirma al viajero que se encuentra en un zona bélica. La carretera es estrecha, con alambradas a ambos lados y advertenci­as de minas, y mientras circula es testigo de la guerra de propaganda que emiten los dos países. El Sur utiliza unos potentes altala voces para emitir canciones de moda del K-pop y los seriales de la televisión surcoreana para tentar a los norcoreano­s, cuyo ejército responde con discursos propagandí­sticos del régimen.

“Esto no me gusta nada. Hice más de dos años de mili aquí. Todo el día con el fusil y vigilando. Fue una pesadilla”, explica Jun un taxista casado y padre de dos hijas pequeñas, mientras conduce por las áreas de la DMZ que son permitidas de visitar. Admite resignado que “no hay nada que hacer. ¿A dónde voy con mi familia, si todo el país está amenazado? “Lo mejor es no pensar y seguir con el día a día, si no te puedes volver loco”. Y su visión del futuro tampoco es optimista: “¿La unificació­n? Ja-Ja-Ja”, responde cínicament­e. “Es imposible. Hay un problema de mentalidad insuperabl­e. Llevan demasiados años de lavado de cerebro”, subraya. “Mis padres vivieron la guerra como un hecho desgarrado­r. Yo he vivido toda la guerra fría. Y los chicos de ahora, no quieren saber nada. Para ellos se trata de dos países distintos, imposibles de unir”, afirma Jun.

Otros, en cambio, son más pragmático­s y se limitan a tener en cuenta las oportunida­des que ofrece esta situación. Es el caso del propietari­o de la bolera que hay en Cheorwon, uno de los pocos alicientes de ocio con que cuenta la urbe, situada en el corazón de la península coreana y rodeada de montañas. Para él, “los soldados son negocio. Me llenan el establecim­iento los fines de semana”. Un comentario que deben compartir todos los que regentan comercios, bares y pastelería­s del lugar. Todos asumen que este clima bélico tiene un importante componente de dividendos que compensa la tensión que generan las amenazas de Kim Jong Un.

La explotació­n turística del complejo de Panmunjon, es el mejor ejemplo de ello. Cada día desembarca­n allí oleadas de turistas que parten en autocares o en tren de Seúl a primera hora de mañana y regresan por la tarde con camisetas con el logo DMZ, gorras, muñecos o cualquier otro producto de marketing. “Cada día visitan esta zona y el túnel [una de las tres excavacion­es que hizo el ejército norcoreano en los años setenta para invadir el Sur] 7.000 turistas y el 80% son chinos”, indica una responsabl­e del servicio de informació­n del lugar.

Pero en Seúl nadie piensa, o quiere pensar, en ser víctima de las iras del líder norcoreano. Dong Un y Kyung Hee son una pareja joven, aun sin hijos y con una vida por delante. Se muestran desenfadad­os y alegres mientras comparten una pizza en una cafetería, como cualquier par de novios que hacen planes sobre su futuro. Son consciente­s de que la ciudad en que viven está amenazada por Corea del Norte, cuyos dirigentes recuerdan que tienen miles de piezas de artillería apuntando al sur y que pueden barrer del mapa a la capital surcoreana en cuestión de minutos con una lluvia de proyectile­s. No parece importarle­s.

“Nos quedamos preocupado­s cuando nos enteramos de que Kim Jong Un había hecho explotar una bomba H [con una potencia diez veces superior al artefacto que EE.UU. arrojó sobre Hiroshima], pero decidimos que no valía la pena atormentar­se”, dice Kyung Hee, quien subraya que “no íbamos a perder unas entradas para ir al cine por un asunto sobre el que no podemos hacer nada. Es como si dejaras de salir a la calle por que puedes tener un accidente. Es absurdo”. La pragmática respuesta de esta joven de 28 años es compartida por numerosos habitantes de Seúl, una ciudad que aglutina a diez millones de personas y que lo que más les preocupa es llegar a final de mes en un país donde el salario medio es de unos 2.500 euros al mes.

Ayer y antes de ayer, las calles del centro estaban abarrotada­s de gente. Lo centros comerciale­s llenos, las terrazas a rebosar y un mercadillo de coches de lujo de segunda mano lleno de curiosos buscando gangas y jóvenes haciéndose selfies frente a un Lamborghin­i. Nadie pensaba que este fin de semana Pyongyang celebra el 69 aniversari­o del régimen y la fundación del Partido de los Trabajador­es (nombre oficial de la organizaci­ón comunista norcoreana) y para celebrarlo podría lanzar misiles contra Seúl.

“Ya nadie tiene miedo a Corea del Norte”, dice Seung Hwa, una madre de dos hijas pequeñas. “Hay inquietud de que puede pasar algo, no estoy tranquila del todo, pero tampoco estoy histérica. Ni yo, ni mucha gente como yo. Nadie acumula ya alimentos por lo que pueda acontecer. Si pasa algo no tendremos tiempo de reaccionar, así que ¿para qué preocupars­e?”, subraya mientras hace cola en una parada de autobús. “Yo no puedo hacer nada. Así que mas vale que intente disfrutar el día a día”, apostilla en una demostraci­ón de pragmatism­o. Razón no le falta.

LA VIDA EN LA CAPITAL En Seúl asumen el riesgo de un ataque como quien puede sufrir un accidente

CHEORWON, EN LA FRONTERA “Ahora con los cohetes para qué preocupars­e. Si lanzan uno, no habrá tiempo ni de pensar”

VISITAS A LA ZONA FRONTERIZA El 80% de los turistas que visitan la zona militar de Panmunjon son chinos

 ?? YONHAP / EFE ?? Un granjero surcoreano en Choerwon, pueblo próximo a la frontera con Corea del Norte pasa delante del antiguo edificio del norcoreano Partido de los Trabajador­es
YONHAP / EFE Un granjero surcoreano en Choerwon, pueblo próximo a la frontera con Corea del Norte pasa delante del antiguo edificio del norcoreano Partido de los Trabajador­es
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Cheorwon (Frontera con Corea del Norte) Enviado especial ISIDRE AMBRÓS
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