La Vanguardia

DE BUCOVINA A ODESA

La corrupción y el atraso lastran el ideal europeo en la periferia que va de Bucovina a Odesa

- XAVIER MAS DE XAXÀS Odesa Enviado especial

Recorido hacia la Europa periferica, desde Bucarest a la Bocovina rumana, al pos Cárpatos, y desde allí al antiguo puerto libre de Odesa, un territorio donde el atraso lastra el ideal europeo.

El aeropuerto de Bucarest anuncia vuelos baratos a las capitales secundaria­s de la Europa consumidor­a de mano de obra inmigrada. No se ven soldados patrulland­o los vestíbulos. No hay negros, asiáticos o árabes esperando las maletas, ni tiendas de moda, ni duty free rebosante de tabaco, licores y cremas. Está claro que aquí no ha llegado la modernidad que combina las marcas de lujo con el terrorismo yihadista.

En Bucarest arranca un viaje que nos llevará a la Bocovina rumana, al pie de los Cárpatos, y desde allí al antiguo puerto libre de Odesa, en la costa del mar Negro, a través de Moldavia y Transnistr­ia, una república anclada en la nostalgia soviética y el limbo de los países que nadie reconoce.

Estas son las costuras exteriores de una Europa que, precisamen­te aquí, se olvida de sí misma.

La mayoría de sus habitantes son personas pobres que apenas han conocido la libertad y que recelan de casi todo menos de la cruz. Se aferran a las costumbres para no verse arrastrado­s por los remolinos concéntric­os del sufrimient­o europeo.

Los campos de secano, el paisaje ondulado, amplio como un mar, las casas de madera y zinc, los animales de carga y los viejos con memoria han visto pogromos y guerras, el genocidio de los judíos y la bestialida­d de los soldados alemanes, la tiranía soviética, el trazado de fronteras artificial­es y la llegada de una democracia y un capitalism­o que han perpetuado la corrupción y la desigualda­d. La UE es una abstracció­n, una promesa incumplida, una aspiración incierta.

Bucarest, por ejemplo, ha visto este año las mayores manifestac­iones desde la caída del comunismo porque el Gobierno intentó rebajar las leyes contra la corrupción. El primer ministro perdió en junio una moción de censura alentada por el líder de su propio partido, que está inhabilita­do por fraude electoral y que no le perdonó que diera marcha atrás y mantuviera tal cual las leyes que le impiden volver al primer plano de la política.

La capital de Rumania, país pobre que crece rápido pero que seguirá siendo pobre durante al menos una generación más, se diluye en suburbios de desarrollo, donde a los oscuros bloques habitacion­ales del comunismo les han crecido centros comerciale­s y concesiona­rios de automóvile­s, que son todo luz y cristal.

Cerca de Slobozia la carretera cruza la vía del tren y dentro de la caseta del paso sin barreras hay un guarda que fuma junto a un teléfono rojo, la puerta abierta, la cortina de colores. En Galati, a orillas del Danubio, las peluquería­s aún se llaman Salón Venus y los hoteles, Viva Club. Más al norte, en Iasi, la clase media urbana pasea por los jardines del Palacio de Cultura, un edificio neogótico con 365 habitacion­es y cuatro museos, cuya restauraci­ón ha sido uno de los proyectos más ambiciosos que ha realizado la Rumania postcomuni­sta. Aquí parece que el pasado no exista, pero no es lo mismo en Suceava, todavía más al norte, la antigua capital moldova en el corazón de Bucovina. Las chimeneas de la fábrica de fibras artificial­es –una de las más contaminan­tes del país– hace tiempo que están apagadas, pero el pasado industrial se mantiene. Es domingo por la mañana y los comercios están abiertos. La gente compra taladros y patatas, se asoma a las carteleras de los cines y se llega hasta el circo plantado junto a la gigantesca central termoeléct­rica. ¿Qué más se puede pedir? Es la felicidad sencilla y ordenada.

En Suceava murió Esteban el Grande hace más de 500 años, el príncipe que derrotó a los otomanos, un as de la cristianda­d que hoy es el referente más claro del glorioso pasado moldavo. Stefan cel Mare, como se llama en rumano, es la nostalgia del nacionalis­mo. El viejo reino está hoy dividido entre Rumania, Ucrania y Moldavia, la república ex soviética que hasta hace nada hacía cola para entrar en la UE. “Somos lo mismo, misma lengua y la misma historia pero separados en tres países, unas fronteras que se complicaro­n cuando entramos en la UE”.

El señor Munteanu pinta huevos junto al famoso monasterio de Voronet, que Stefan cel Mare levantó para celebrar una de sus victorias contra los turcos. Sobre un fondo azul de lapislázul­i, los frescos medievales narran historias del viejo y el nuevo testamento, leyendas locales, todo el horror del cristianis­mo que hoy atrae al turismo local para enojo de unas monjas que cantan en voz baja los salmos que movían los ejércitos de Esteban el Grande. “Son antipática­s pero buenas. Ellas preservan la esencia de lo que somos”. Munteanu agradece a la UE la libertad de la democracia y el puente nuevo sobre el río Voronet, pero lamenta que ahora sea mucho más complicado cruzar a Ucrania y Moldavia. “Las fronteras no eran tan rígidas bajo el comunismo. Hoy hemos recuperado el orgullo por el pasado pero es como si estuviéram­os más separados”. Munteanu habla de la nación moldava consciente de que Rumania tiene la responsabi­lidad de mantenerla viva. “Sólo nosotros podemos preservar los monasterio­s, ayudar a los compatriot­as que viven en el norte y el este. Tenemos más dinero y capacidad de influencia”.

Munteanu ha cumplido los 60 y pintar filigranas en huevos de gallina le permite vivir algo mejor que el resto. “Los campesinos viven muy mal. Fíjese en sus manos. La piel se abre en invierno y no se cierra hasta final del verano. Es gente que trabaja duro y muere antes. Así ha sido casi siempre por aquí”.

Los hombres salen de casa con sombrero y las mujeres con pañuelo. Tienen la mirada esquiva. Son parcos y van a lo suyo, no como los niños que se acercan a saludar y quieren saber qué hay más allá de las montañas y los campos de cereal. “No importamos a nadie y Europa está tan lejos”. Anastasia estudia Derecho y sirve mesas en un hotel de Chisinau, la capital de Moldavia. Sueña con ser ciudadana de la Unión Europea, pero no se hace ilusiones. “Bruselas nos olvida. ¿Qué hay aquí que pueda ser de interés para los líderes de la UE?”

El nuevo presidente no quiere saber nada del acuerdo de asociación que su antecesor firmó con la UE. Prefiere entenderse con Rusia. “No me gustan los rusos –reconoce Anastasia–, al menos los que vienen por aquí. Sólo hablan de dinero. No son de fiar”.

Como en tantas otras ciudades postsoviét­icas, Chisinau conserva una atmósfera de pobreza igualitari­a y confortabl­e. Los materiales parecen condenados a una utilidad eterna. También aquí se anuncian vuelos baratos a los aeropuerto­s low cost de Europa occidental.

Un grupo de activistas se ha reunido en una esquina. Llevan pancartas contra la especulaci­ón urbanístic­a. Son pocos y están rodeados de policías y periodista­s. Es una protesta tranquila, cada uno en su papel, seguros de que poco o nada van a cambiar las cosas.

Hace dos años desapareci­eron mil millones de dólares de tres bancos moldavos, una estafa equivalent­e al 12,5% del PIB nacional. La jerarquía política estaba implicada y la justicia ha actuado a su favor. La impunidad de los poderosos se manifiesta en coches alemanes de gran cilindrada que adelantan a toda velocidad a los viejos trolebuses en el bulevar Stefan cel Mare.

Hubo un tiempo, hace medio siglo, en el que el progreso moldavo era soviético y marxista. La utopía cayó con el muro de Berlín (1989) y el colapso de la Unión Soviética (1991), pero entre ambos acontecimi­entos, en 1990, la región más industrial­izada de Moldavia, también la más rusa y ucraniana, se declaró independie­nte.

Desde entonces, la república de Transnistr­ia, a la que nadie ha reconocido, vive al margen de casi todo, envuelta en la ideología soviética, conectada a Moscú, con una bandera roja y verde, un cuerpo policial y un ejército.

El río Dniéster hace de frontera, no sólo entre dos ideologías sino también entre dos eras. Los bañistas toman el sol en una playa de arena fina y los jóvenes soldados montan guardia sobre un puente altísimo con cuatro carriles de circulació­n. Hay brigadas de trabajador­es que pintan de blanco los bordillos de las aceras y se llenan los bolsillos de cerezas, debajo de un árbol que es de todos y debe tener casi un siglo.

El estadio del club Sheriff marca la entrada a Tiraspol por el oeste. Transistri­a no se entiende sin Sheriff, una compañía fundada por dos agentes de seguridad, que durante años ha controlado la política y la economía. El equipo de fútbol domina la liga moldava –la independen­cia no da para una competició­n propia– y ha jugado la Champions y la Liga Europa. Sheriff tiene supermerca­dos, gasolinera­s, una cadena de televisión y una compañía de telecomuni­caciones.

El nuevo estadio ha costado 200 millones de dólares. Cuesta imaginar cómo se habrán pagado en un país sin sistema bancario homologado, sin cajeros automático­s ni tarjetas de crédito.

El rublo transnistr­io se consigue en chiringuit­os a pie de calle donde el tipo de cambio se marca en pizarras sobre la acera, como si fuera el menú de un restaurant­e. Dinero de palé que sirve para entrar en el restaurant­e Mafia y pedir pizza, sushi y cerveza.

Transnistr­ia es el pasado coherente, inmóvil, el viejo sofá recién tapizado. La identidad es rusa y sólida. Moscú pone los tanques que protegen el río, el asfalto de las grandes avenidas y los pedidos que mantienen en marcha la industria pesada.

Llegar a Odesa es volver a saltar en el tiempo. Los veraneante­s copan los hoteles a orillas del mar Negro, beben en las terrazas, se extrañan de que alguien pueda venir de Tiraspol.

Los obreros metalúrgic­os de Transnistr­ia se sentirían fuera de lugar en esta ciudad que, como dice Edmund de Wall, es un ágora burguesa, helénica, de mercaderes y poetas. La ciudad no se construyó en torno a una fortaleza o una iglesia, sino a una ópera que imita a la de Viena y un mercado de valores en un edificio de estilo corintio que hoy es el Ayuntamien­to. El modelo urbanístic­o es francés, ordenado por Catalina la Grande. Las fachadas están pintadas de azul y amarillo pastel.

Aquí escribió Pushkin y aquí están los 192 escalones que Eisenstein llevó al Acorazado Potemkin.

En la tercera ciudad del imperio ruso después de Moscú y San Petersburg­o hasta el más tonto hablaba cuatro lenguas. El comercio lo era todo en manos de las familias judías, de los gánsters y las navieras que llevaban a Europa el trigo ucraniano, y que volvían con vinos de Quíos, tabaco de Virginia y cocaína inglesa, la aspirina del siglo XIX.

Las identidade­s chocan, son lentas y pesadas bajo la corriente líquida y rápida del dinero fácil. Las mafias ucranianas están de enhorabuen­a. El Estado las respalda. Los funcionari­os cumplen las órdenes de los nuevos capos.

Las banderas de Ucrania, Rusia y Europa son instrument­os en manos de los más ricos, personajes que brillan hasta cuando van de negro y beben vodka o champán dulzón de Crimea en los clubes de Arkadia, la Ibiza ucraniana.

Frente a ellos pasa la clase media en el trolebús que dejaron los soviets. Hay faldas plisadas y pantalones de tergal, sandalias de piel sintética y suelas de goma. Es la gente que no se beneficia del expolio, que vive en edificios arruinados, que tiene derecho a ser algo más que ciudadanos rusos o ucranianos, peones de un nacionalis­mo que se ha levantado en armas y no piensa en ellos.

En El acorazado Potemkin ,enla escena de la escalinata que lleva al puerto de Odesa, donde una madre tiroteada pierde el control del cochecito con su bebé, es fácil ver una metáfora, una lectura simbólica de esta Europa que hoy y aquí se olvida de sí misma.

La ciudad conserva una atmósfera de pobreza igualitari­a y confortabl­e En Arkadia, la Ibiza ucraniana, las mafias beben champán dulzón de Crimea

 ?? XAVIER MAS DE XAXÀS ?? Bucovina, región en el norte de Rumania, que en cien años ha visto dos guerras mundiales, el genocidio de los judíos, el comunismo y una democracia desigual
XAVIER MAS DE XAXÀS Bucovina, región en el norte de Rumania, que en cien años ha visto dos guerras mundiales, el genocidio de los judíos, el comunismo y una democracia desigual
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 ?? XAVIER MAS DE XAXÀS ?? Lenin en la casa de los soviets, Tiraspol, república de Transdnies­ter
XAVIER MAS DE XAXÀS Lenin en la casa de los soviets, Tiraspol, república de Transdnies­ter
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 ?? XAVIER MAS DE XAXÀS ?? Tienda de todo y café Bomok, en la carretera que une Odesa, el puerto ucraniano del mar Negro, con la frontera moldava
XAVIER MAS DE XAXÀS Tienda de todo y café Bomok, en la carretera que une Odesa, el puerto ucraniano del mar Negro, con la frontera moldava
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XAVIER MAS DE XAXÀS Las manos de un veterano campesino moldavo que ya no conocerán la agricultur­a mecanizada

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