Sobre todo lo que hemos perdido
En Catalunya se ha perdido la fe en el diálogo y ha nacido una militancia excitada que ha reducido los argumentos
Me salgo hoy del carril rápido de los hechos del Parlament de Catalunya para hacer otro balance: todas las cosas que hemos ido perdiendo desde que se aprobó el Estatut de Catalunya. No me reprochen que me vaya tan lejos. Nuestro patrimonio como sociedad que quiere vivir en democracia y colaborar en mejorar juntos, empezó a reducirse desde esa fecha.
Lo primero que hemos perdido es el derecho a debatir sin asfixias de hiperventilación y con respeto. Las últimas semanas, he empezado a detectar un problema que hasta ahora sólo había contemplado con tristeza en Euskadi. Las pocas ganas que muchos ciudadanos tienen de hablar por miedo a encender la mecha de una discusión demasiado acalorada. Tampoco nos quedamos callados, parece que el humor y los chistes están actuando de bálsamo. Temo que olvidemos incluso la carcajada.
Se ha perdido la fe en la política como instrumento para el pacto y la imaginación al servicio de los intereses de los ciudadanos, por muy distintos que sean. Desde que el Partido Popular decidió utilizar el Estatut de Catalunya como palanca contra Zapatero, entró en juego un nuevo escenario. Los populares, con poca facilidad para la movilización, ya hace décadas que utilizan los servicios de la extrema derecha, nostálgicos del franquismo e, incluso, opinadores francamente fascistas, para excitar posibles electores. Ha tenido ventajas: las grandes manifestaciones contra el aborto o recogida de firmas “contra los catalanes” han evitado el nacimiento de un partido a su derecha. El inconveniente: el PP es cautivo de una opinión periodística (largamente subvencionada y premiada), que no le perdona ni una, especialmente desde que Rajoy sustituyó a Aznar.
También en Catalunya se ha perdido la fe en el diálogo y ha nacido una militancia excitada que ha reducido los argumentos hasta llegar a justificar los hechos de esta semana en el Parlamento. Como no nos respetan, como nos hacen la guerra sucia y como nunca han querido aceptar ni un solo argumento, nosotros hacemos lo mismo no respetando la legalidad que consideramos sólo suya, dicen. El independentismo perdió las elecciones que habían calificado de plebiscitarias. Pero se obvió la evidencia de los votos, esencial en la convocatoria, para quedarse sólo con la parte de la ecuación que les justificaba: los escaños.
Perdida la capacidad de diálogo y la confianza en la política como instrumento, queda el campo abonado para la fe ciega en uno mismo y la ignorancia y el desprecio al otro. Los portavoces oficiosos de la derecha española exigen la repetición de la fotografía de Companys aferrado a los barrotes, pero ampliando la celda a las dimensiones del estadio Víctor Jara de Chile. Los agitadores del #tenimpressa ignoran a la mitad de sus conciudadanos a los que tildan de ignorantes, insensibles y cobardes, pasando por encima de sus derechos e intereses. ¿Qué se ha hecho de la revolución de las sonrisas y del deseo de convencer, con argumentos y tiempo, de las ventajas de la independencia?
Todos estos huevos rotos desde la tortilla del Estatut nos empequeñecen como sociedad y como ciudadanos. Y entonces aparecen las bestias que escondemos dentro: desde violaciones masivas hasta fusilamientos sumarísimos, el odio se cree legitimado a cabalgar a lomos de un tuit. Vayamos con cuidado con el resto de la cristalería de la convivencia.