¿Volveremos a ramblear?
El Ayuntamiento confía en que el 2019 alumbre una nueva Rambla. Un equipo con la exconcejal Itziar González como cara más visible gana el concurso de ideas”, leo en La Vanguardia (6 de septiembre). Excelente noticia. Conozco a la arquitecta Itziar González y creo que puede hacer un buen trabajo, tanto ella como los demás miembros de su equipo Km-Zero. La decisión del Ayuntamiento de hacer que la Rambla vuelva a ser el gran “eje identitario, cívico y vertebrador” de Barcelona llega tarde, pero más vale tarde que nunca. ¿Logrará llevarse a término? Yo creo que sí, tal vez con algún retraso, aunque el momento político que vivimos es susceptible de provocar algunos cambios sustanciales en el Gobierno municipal que podrían afectar al proyecto.
El periodista y cronista barcelonés Xavier Theros dice de la Rambla que “és el carrer que et defineix com a barceloní”. En mi caso concreto así es o, para ser más exacto, así fue. Yo no nací en Barcelona, nací en París durante nuestra guerra civil, o incivil, y cuando todavía era un crío mis padres regresaron a Barcelona y nos fuimos a vivir al barrio de Sant Gervasi, concretamente a la plaza de la Bonanova. En aquella plaza, con una iglesia medio destruida y unos descampados con caballos y gitanos yo no llegué jamás a sentirme barcelonés, ni siquiera del barrio, como un habitante de Gràcia o de Sarrià, la mayoría de los cuales se sentían antes graciencs y sarrianencs que barcelonins. El día en que yo me sentí barcelonés fue el día en que mi padre me llevó a la Rambla. ¿Qué me hizo sentirme barcelonés? No sabría decirlo con exactitud, pero pienso que debía ser el formar parte de la gente que paseaba por la Rambla, una gente muy diversa, entre la que había algunas personas que se quitaban el sombrero y saludaban a mi padre. “Passi-ho bé, senyor Sagarra”. Pero no sólo era la gente. También recuerdo el efecto que me produjeron los pájaros, muchos de ellos exóticos, desconocidos para mí, y las paradas de flores y los quioscos. La Rambla resultaba algo parecido a lo que para mí era el Sena, el río de mi ciudad natal, en cuyas aguas me agradaría que arrojasen mis cenizas. Yo siempre he identificado París con el Sena y Barcelona con la Rambla. A lo largo de los años, he vivido en diversos lugares de Barcelona y me he familiarizado con diversas calles y plazas de la ciudad hasta hacerlas mías, sentimentalmente, escandalosamente mías, pero ninguna de ellas me ha hecho sentirme barcelonés como cuando, de niño, pisé la Rambla por primera vez.
Mi Rambla ha cambiado mucho con los años, hasta tal punto que se me hace difícil reconocerla o, mejor, reconocerme en ella. Han desaparecido muchas, demasiadas cosas de aquella Rambla de mi niñez y mi juventud. Empezando por aquel buzo, con su imponente escafandra, que había en la puerta de una tienda de gomas y amiantos en la Rambla de Santa Mònica. Aquel buzo era para mí la certeza de la cercanía de un puerto y de un mar a los que la Rambla, la ciudad, caprichosamente, daban la espalda. Un puerto y una mar que, años después volverían a hacerse presentes con los marines de la Sexta Flota.
Desapareció el buzo de la tienda de Santa Mònica y desaparecieron los pájaros, del guacamayo a la cadernera. Desaparecieron los hombres-anuncio y los limpiabotas, como desapareció la Librería Francesa y la librería de viejo del señor Emili Salas, que me hizo mi primer horóscopo: Capricornio con ascendente Escorpión. Y desaparecieron las casetas de los amanuenses, y el Sheriff y la familia de gorilas en el escaparate del Museo Pedagógico de Ciencias Naturales de la plaza Reial. Y desaparecieron los almacenes El Siglo y el cine Capitol, el Can Pistoles de mi infancia, y la terraza del Glaciar, que daba a la Rambla, donde mi padre solía llevarme: él se tomaba un Picón y yo una naranjada.
¿Cuándo dejé de ramblear? Debió ser poco después de los Juegos Olímpicos. Todavía iba alguna noche a cenar al Amaya, tomaba una copa en la terraza del Moka –hubo una época que iba mucho al Moka: tenía las redacciones de Nuevo Fotogramas y El Correo Catalán justo al lado-, o en el Café de la Ópera; iba a la Boqueria a comprar carne de toro de lidia –cuando todavía había corridas en la Monumental-, compraba unos décimos en Valdés, unos dulces en Escrivà, unas violetas en las Carolinas, compraba periódicos y visitaba alguna exposición en la Virreina. Pero todo eso se acabó. Hoy se me hace difícil andar por la Rambla con mi bastón infestada de turistas.
¿Es recuperable la Rambla? Yo creo que sí. No sería la Rambla que yo conocí, claro está, pero podríamos volver a ramblear. Podría decrecer el número de turistas y podrían mejorarse muchas cosas, hacer más asequible y más humana. Incluso podríamos utilizar esa remodelación que se proyecta para hacer realidad un viejo deseo mío y de muchos barceloneses: convertir el teatro Principal, aquel primitivo Corral de Comedias de finales del siglo XVI, en el Teatro Municipal del que Barcelona carece y se merece. Mi querida Itziar, ¿cabe un teatro municipal en vuestro proyecto de remodelación de la Rambla? Ahora o nunca.
Mi querida Itziar, ¿cabe un teatro municipal en vuestro proyecto de remodelación de la Rambla? Ahora o nunca
PS. “Los paisajes urbanos”, escribió mi querido y añorado hermano mayor, Josep Maria Carandell, en su Guía secreta de Barcelona (1974), “son un producto de lo que sus habitantes han vivido y soñado en ellos (…). “La Rambla, situada entre dos barrios populares, y con el suave declive desde el Ensanche al mar, atrae a todos, los mezcla, los confunde, los realza. Y así puede decirse que la Rambla es de todos y de cada uno. Y cada cual puede vivirla a su antojo, porque nunca es extraña”.