Teresa Rampell es madrileña
Madrid la villa cada día quiere menos a Madrid la corte. Se las reconoce porque la villa canta y la corte grita. El guerracivilismo de los quioscos y tertulias de estos días –de “golpe de estado” para arriba, frivolizar es uno de los lujos que acompañan el comer caliente y dormir a techo sin temer que un obús atraviese el cielo raso– podría dar a entender a un inexperto que esta ciudad de plebeyos andaba alarmada comprando arroz y leche por carretillas tras el pleno del Parlament de Catalunya, convencida de un inminente desfile de tanques. Pero Alberto Contador alimenta más charlas que Carles Puigdemont en cuanto uno se aleja dos pasos del Parlamento y de sus cortesanos. Manel, “el grupo catalán revelación del 2008”, en propia definición, le dedicó anteanoche a Contador su canción Boomerang en las fiestas de La Melonera, verbena del popular barrio de Arganzuela, plebeyo entre los plebeyos, en la frontera sureste de esa empalizada que fue la M-30 y que hoy es Madrid Río, el Retiro de la clase trabajadora. La Colla Castellera de Madrid saludaba a Manel con una inesperada torre de cuatro y el barrio aplaudía.
Sí, a Manel se le quiere bien en el Madrid musical desde que hace una década desbordaran por sorpresa la desaparecida sala Nasti sin siquiera tener aquel primer disco –Els millors professors europeus– en las tiendas de la ciudad. Pero Arganzuela no es Malasaña ni una verbena es un festival. Por eso, y por ese esfuerzo irresponsable de la política por ponerse wagneriana, rayos y truenos, el de anteanoche fue un encuentro distinto con Manel, cargado de una electricidad sureña y ansioso de esa ironía sedosa que recorre las letras de los de Barcelona –i em podran veure somriure una mica per sota del nas– tan distinto de la gravedad atlántica de otras celebridades del llamado pop indie, cuyo humor, cuando lo hay, a menudo raspa. Arganzuela limita al norte con Lavapiés y al este con Vallecas, es un Madrid de coche usado, tabaco de liar y ración de croquetas. Hace bien poco, con otra alcaldesa en Cibeles, en esta misma romería popular actuaba el entrevistador Bertín Osborne y no mucho antes, José Manuel Soto, antaño cantante y hoy iracundo predicador digital.
Hay que entender Madrid para saber por qué, además de los catalanes desplazados, la ciudad se veía el viernes enamorisqueada de Teresa Rampell, esa criatura soñada por Manel que se echó a la calle a buscar el amor y un día se descubrió prima hermana de otra coqueta que había alumbrado Perales: se fundó Madrid en un villorrio, sin gestas, sin loba, sin sangre y sin mito. Como no hay leyenda, no hay custodios. Nadie es de Madrid y por eso Madrid no es de nadie. La ciudad le pone ojitos a Manel y se siente hermosa a su peculiar manera y según los días, y en su caótico entendimiento con la arquitectura contemporánea expresa su resistencia a madurar, a dejar de andar mal peinada. En Madrid no cabe argüir parentesco para que un propio se cuadre por ser vos quien sois, aunque el nepotismo se estila, en la corte, claro, y también en la villa, pero el enchufe descansa en el poder y el dinero fehacientes, no en el apellido. El cronista Manuel Ligero sostiene que este Madrid pundonoroso, que mira con gesto torvo el cartel de “no funciona” sobre la puerta del ascensor social, no exige disfraz ni indumento e incluso muestra cierta devoción por lo extravagante, mientras que casi todos los demás ensayos urbanos europeos (salvo París hace un siglo, Londres hace medio, o Berlín ayer) invitan a “hallar un lugar en el mundo, ataviado con mono de fábrica, uniforme caqui o arropado por una bandera”. Tal vez por eso la corte gesticula, convencida de que el mundo se va al carajo, mientras la villa bebe cerveza en vasos de plástico y chapurrea en catalán rudimentario: “Quan la derrota és enorme hi ha qui reconeix les forces de l’ordre i jo, que competeixo”.
Manel triunfó ante varios miles de madrileños de todas las edades en la verbena popular de La Melonera La colla Castellera de Madrid recibió al grupo con un inesperado castell, que desató una ovación