La Vanguardia

El fin del verano

Menos mal del tanzano culé y su mirada-refugio de los últimos diez años: “Calm down, bro, we still have Messi”

- Xavier Aldekoa

En los agostos de mi niñez, en casa de mis abuelos, me descubrí como un mocoso insoportab­lemente poco dormilón. Por la mañana, mi amama bebía café sin hacer ruido para tratar de evitar lo imposible: que yo apareciera en la cocina en pijama, desparrama­ra los deberes en la mesa y fuera a jugar al jardín hasta que mis hermanos se despertara­n. Ellos eran niños normales, de esos que si no fuera porque las madres descorren las cortinas a las once en lugar de dormir hibernaría­n. Yo jugaba siempre a lo mismo. Lanzaba el balón al tejado y, cuando volvía a caer, chutaba contra los cipreses del vecino imaginando golazos increíbles y la ovación del Camp Nou. También anticipaba idolatrías: si ese verano el Barça había fichado a Alfonso, un tipo del Betis cuyo mayor éxito blaugrana fue llevar botas doradas, imitaba sus regates. Si la nueva estrella era Kodro, un bosnio bonachón que marcó dos goles al Madrid y luego se hartó de fallarlos, copiaba sus remates. El mercado de fichajes tenía entonces el sabor a sorpresa del día de los Reyes.

Ahora ha perdido sazón. Una mala ventana de fichajes culé augura chanzas en mis viajes como correspons­al. En África, el fútbol es ir tropezándo­se con la vida, así que uno no sabe muy bien cómo, y está discutiend­o con el conductor de una moto-taxi sursudanés sobre si Verratti es el nuevo Xavi, apostándos­e una cerveza (ay) con un merengue chadiano a que Isco y su perro Messi serán culés pronto o enjuagando las lágrimas de un gunner nigeriano quien, tras confirmars­e la enésima renovación de Wenger por el Arsenal, susurra desconsola­do “fucking loser french”.

Cuando el Barça despertaba envidias por el mundo, yo tardaba tres días en poner gasolina en mi barrio de Johannesbu­rgo. En cuanto aparcaba, los trabajador­es —para luchar contra el desempleo, el gobierno incentiva la contrataci­ón y hay ocho mil tipos en cada estación—, los trabajador­es, decía, se acercaban a charlar sobre la perfección del centrocamp­ismo culé. El Barça no estaba en la élite, era la élite.

Hace poco, un policía fronterizo de Gambia miró de soslayo mi pasaporte y me lanzó una sonrisa sardónica, adjetivo para las sonrisas que encontré en un libro de Julio Camba y que uso en todas las circunstan­cias un poco importante­s. —¿Barcelona?, preguntó mal encarado. — ¿Yes?, respondí temiéndome problemas.

— Messi, Neymar, Suárez. ¡Tridente! —dijo, se echó a reír e hizo un gesto para que fuera tirando.

Ahora no sé qué va a ser de mí. Ya intuyo la sonrisilla burlona del vendedor keniano del Liverpool cuando descubra mi origen. “Have you seen Coutinho’s last goal?”. O la mirada socarrona del maliense del bus con la zamarra de Neymar. “222 millions, ce n’est pas cher!”.

Menos mal del tanzano culé que, desde una esquina del bar, me mandará la misma mirada-refugio de los últimos diez años: “Calm down, bro, we still have Messi”.

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