La Vanguardia

Fosforesce­ncia

- MÀRIUS SERRA

A la una del mediodía, un restaurant­e especializ­ado en pollos de la calle Nàpols está lleno a rebosar de manifestan­tes, agrupados en largas mesas. A las tres, un segundo turno del mismo perfil toma el relevo. De los respaldos de muchas sillas penden las mochilas amarillas con el pack oficial de la manifestac­ión: la camiseta fosforesce­nte y el abanico del sí. Estamos a unas cuantas manzanas de la zona perimetrad­a de seguridad. Da una cierta impresión ver la retahila de autocares aparcados en segunda fila en la calle Bruc. Faltan dos horas para el momento fosforito y el Eixample es una gigailla pacificada que transforma a cualquier superilla en miniatura. La gente come bocatas sentada en las amplias aceras del paseo de Sant Joan. Una abuela repasa con sus nietos todas las manis que constan en la espalda de la camiseta oficial: “La teva germaneta va néixer entre la Via i la ve baixa”, le cuenta. Los Mossos cortan la calle Aragó con tres vehículos en zigzag.

Llego a mi tramo, el 306. Cuando todo empieza, el minuto de silencio por las víctimas del atentado del 17-A es, de largo, el momento más solemne. La multitud, hasta ahora alegre y ruidosa, calla disciplina­damente. Cuando ya empiezo a temer que en cualquier momento sonarán los primeros compases del Cant dels ocells, ¡oh sorpresa!, todo se para. Todo excepto los helicópter­os que nos sobrevuela­n y pautan el conmovedor silencio con el batir de sus hélices. Son metrónomo y con su monótona percusión contribuye­n a resaltar la magnitud del silencio ciudadano. Luego, la espera adopta una banda sonora ecléctica, que enlaza el canto de los Segadors con la sensaciona­l Louisiana o els camps de cotó con Els Amics de les Arts y el Orfeó Català. Este año, las instruccio­nes de la performanc­e multitudin­aria son relativame­nte sencillas, de modo que los últimos momentos antes de las 17:14 se alargan un poco. Pero, a diferencia de ediciones anteriores, la megafonía está bien ajustada y se escucha en muchos tramos, como mínimo en los del paseo de Gràcia. La espera de la pancarta que nos ha de pasar por encima se alarga. Si da el sol, hace calor. Vuelven los cánticos habituales, una rubia de buena fe nos rocía con un pulverizad­or de agua y un voluntario de la ANC se pone un tricornio de plástico y un bigote postizo para distraer al personal. La gente deposita monedas y billetes (de 10 euros o de 20, hasta donde puedo ver) en las urnas de cartón de la caja de resistenci­a, en solidarida­d con los condenados.

Cuando, finalmente, llega la pancarta, empieza el juego de camisetas. A mi lado, unos jóvenes cantan una canción de Oques Grasses que dice “Els passos importants es fan sense roba” mientras se quitan la camiseta y se ponen la fosforesce­nte. Otros se la ponen encima de la que ya llevaban, pero lo hacen com mucho glamour, tal como afirma una quincuagen­aria desacomple­jada de Sant Adrià de Besòs llamada Xènia. El paso de la pancarta por encima de nuestras cabezas transforma la diversidad en fosforesce­ncia. Me recuerda el paisaje humano de las finales de la Copa del Rey que el Barça ha jugado con el Athletic. La afición culé suele lucir camisetas de todos los colores mientras que la bilbaína va toda con la misma camiseta. Bajo el palio pancartero, entramos culés y salimos bilbaínos. Alguien intenta adaptar el canto clásico de in-inde-independèn­cia a fosforescè­ncia, pero no cuela.

El batir de las hélices de los helicópter­os contribuye a resaltar la magnitud del minuto de silencio

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