Subir la apuesta
DESDE que en el 2012 la Diada consiguió convocar un millón de personas en Barcelona, cada 11 de septiembre se celebra una manifestación gigantesca, como ninguna otra en la UE, que se repite cada año. Con una decidida constancia, centenares de miles de familias igual son convocadas a hacer una uve descomunal que abarca toda Catalunya que a dibujar con su presencia un signo más en el centro de Barcelona, como ocurrió ayer por la tarde. Y todo se desarrolla siempre con una conducta cívica incuestionable. En las seis grandes concentraciones de los cinco últimos años se ha pasado de pedir un pacto fiscal a exigir poder votar en favor de la independencia. ¿Qué ha pasado en este tiempo? Que algo se ha roto. O, si se prefiere, que el desencuentro (término usado por el president José Montilla tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, corregido en las Cortes y votado en referéndum) se ha agrandado. Raphael Minder, corresponsal de The New York Times, acaba de publicar un libro en inglés (The struggle for Catalonia) donde pone de manifiesto que en este periodo ha calado en la sociedad catalana la sensación de maltrato. El Gobierno de España ha acumulado silencios y el Govern ha amontonado agravios.
La Diada de este año ha subido su apuesta, después que la mayoría parlamentaria aprobara las leyes de desconexión, que contemplan un referéndum. La convocatoria era para sumar votos por el sí a la independencia el 1-O, en una consulta cuyo marco legal ha sido recurrido por el Gobierno ante el Tribunal Constitucional, mientras la Fiscalía se querellaba contra todos los miembros del Govern. Así pues, estamos ante un problema político que se ha convertido en un proceso judicial. La gente que salió la calle vivió la jornada como una fiesta pacífica y cívica, pero en el horizonte se perciben pocas sonrisas y demasiadas amenazas. Ojalá la razón política acabe por imponerse.