La Vanguardia

Sergio del Molino

Sergio del Molino novela su juventud a partir de la figura de un antiguo profesor de filosofía

- XAVI AYÉN

NOVELISTA

Sergio del Molino (Madrid, 1979), después de su exitoso ensayo La España vacía, publica ahora La mirada de los peces, una evocación de sus años juveniles a través de la figura de su profesor de filosofía en Zaragoza.

Sergio del Molino (Madrid, 1979), tras conseguir la hazaña de convertirs­e en superventa­s con un ensayo sobre el abandono de los pueblos rurales (La España vacía), publica ahora La mirada de los peces (Random House), una evocación de sus años juveniles a través de la figura de su antiguo profesor de filosofía en un instituto de Zaragoza, el activista Antonio Aramayona, quien anunció su suicidio –cometido en el verano del 2016– y lo convirtió en un acto político a favor de la muerte digna.

Pero la novela –¿podemos llamarla así si todo en ella son hechos reales?– es ante todo una especie de Bildungsro­man. “El personaje de Antonio es fundamenta­l, pero es solamente la palanca que provoca la novela de mis años de adolescenc­ia –responde el autor por teléfono desde Madrid–. El punto de vista es muy adulto, no se respeta la mirada del chaval que fui”.

Que nadie espere detalles morbosos o tesis políticas. “La polémica sobre la eutanasia no tiene cabida en mi literatura. Ese debate lo tengo resuelto, y sólo escribo sobre cosas de las que tengo dudas, zonas de sombra. Dar vueltas a la decisión de Antonio sería redundar en nada”.

La muerte, la desaparici­ón –de personas o de pueblos enteros– es un hilo conductor en varios de los libros de Del Molino, sobre todo desde que abordó la pérdida de su hijo en La hora violeta (2013). “Solo sé escribir de cosas que importan mucho –admite–, para provocar catarsis, pero no es literatura de dolor”.

Más bien retrato generacion­al de un chico criado en un barrio obrero de Zaragoza, la obra refleja las luchas, por ejemplo, entre los partidario­s de Barricada (como él) y los de Hombres G (“era nuestra lucha de clases”, bromea). “Huyo de la nostalgia, pero no puedo borrar el paisaje en que se mueve el personaje”.

Un paisaje donde las drogas y el alcohol aparecen con naturalida­d. “Hay una tendencia, resabio del malditismo, a sublimar las drogas. Henry Miller hizo mucho daño, no sé, parece que todo el mundo es Baudelaire. En realidad eran algo muy cotidiano, normal, se asimilaba a comer pipas. No recuerdo que la gente tuviera epifanías con el primer porro, iban entrando en tu vida con tedio, formaban parte del aburrimien­to. Estaban por todas partes”. Como las fiestas de cabezudos, “con personajes como el Morico y otros con defectos físicos, son algo que deberíamos replantear­nos, no nos paramos a pensar en lo que significan y por eso lo aceptamos, son una liturgia vacía, como una misa. Si los creyentes hicieran caso de los preceptos religiosos sería horrible”.

La paternidad es otro tema presente, “directamen­te y también a través de la figura del maestro y el alumno, un sucedáneo de la relación padre-hijo”. ¿Llegó su profesor a leer algo del libro? “Unas 50 páginas. ‘Jo, pero es muy poquito’, me dijo. ‘Bueno, espérate y te lo lees entero’, le dije. Pero no conseguí que se esperara”, lamenta.

Antonio, ese personaje magnético, como salido de una novela fantástica, que algún lector despistado creerá de ficción, se desplaza en silla de ruedas, presenta un alto grado de minusvalía y encima se va deterioran­do. “Para protestar, se iba cada día delante de la casa de un cargo político y eso le estropeó. La gran paradoja es que una persona que defiende ante todo el sistema público de educación sólo obtiene a cambio pleitos, sanciones, inspeccion­es... Y ya jubilado, le destroza la meteorolog­ía de Zaragoza, se pasa un invierno con el cierzo, y el verano a pleno sol. Ese escrache se convierte en una metáfora”.

“Las drogas eran algo cotidiano, normal, aburrido, se asimilaba a comer pipas”, explica sobre su adolescenc­ia

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DANI DUCH Sergio del Molino, fotografia­do recienteme­nte en la sede de su editorial en Madrid

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