El drama de los rohinyás
LA comunidad internacional debe presionar a Birmania, con la máxima contundencia, para que ponga fin inmediatamente a la campaña de limpieza étnica que su ejército lleva a cabo contra la minoría musulmana rohinyá. Más de cuatrocientas mil personas de este colectivo han abandonado el país, huyendo de las masacres, y buscan refugio en la vecina Bangladesh, uno de los países más pobres del planeta. Su frontera sur se ha convertido, en apenas tres semanas, en un inmenso campo de refugiados, totalmente improvisado, donde se viven todo tipo de calamidades por la falta de vivienda, alimentos y asistencia médica.
La primera ministra de Bangladesh, Sheij Hasina, ha pedido ayuda a la ONU para que los refugiados de su país sean repatriados a Birmania. Pero eso parece una misión imposible a menos que las autoridades birmanas pongan fin a la violencia que despliegan hacia la minoría musulmana, en represalia por los ataques que los rebeldes rohinyás protagonizaron el pasado 25 de agosto. Cerca de un 40% de las localidades rohinyás del norte del estado de Rajine han sido abandonadas, muchas de ellas incendiadas, en el marco de una acción planificada para forzar la huida de sus habitantes.
El problema de la segregación de la minoría musulmana rohinyá, que vive en el estado de Rakhine, en el oeste de Birmania, un país eminentemente budista, se adentra en las raíces de la historia. Antes de la crisis actual, cerca de un millón de rohinyás vivían en dicha región. En 1982, el gobierno militar del país les retiró la ciudadanía y desde entonces son apátridas, sin apenas derechos. En Birmania se les considera inmigrantes de la vecina Bangladesh, aunque históricamente nada demuestra que lo sean. A partir de la disolución de la junta militar birmana en el 2011, el crecimiento del budismo extremista provocó una explosión de violencia interreligiosa contra los rohinyás, considerados una amenaza para la identidad budista del país, que ha derivado en la situación actual.
El problema tiene muy difícil solución, a menos que la presión de la comunidad internacional sobre el Gobierno de Birmania logre poner fin a la campaña de tierra quemada del ejército contra los rohinyás. Las gestiones realizadas hasta ahora con la líder de facto del país, Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, en el Gobierno desde el 2016, cuando se celebraron las primeras elecciones libres en veinte años, no han servido de nada, ante el enorme poder que el ejército –heredero de la anterior dictadura– tiene aún en el país. En la ONU se teme que el ejército no detendrá su brutal campaña contra los rohinyás hasta lograr expulsarlos a Bangladesh.